Mi Hija Siempre Vuelve del Instituto a la 1:00 de la Madrugada… Pero Su Sombra Jamás la Acompaña

**La Hija que Regresó a Medianoche**
**Episodio 1**
Hay cosas que solo notas cuando miras demasiado o cuando algo se niega a devolverte la mirada. En mi caso, todo comenzó con lo que no vi.
La sombra de mi hija.
No estaba allí.
Y nunca regresó.
Se llama Lucía. Tiene doce años. Le encantan las cerezas, los números y bailar canciones de moda frente al espejo del baño. Durante doce años, Lucía fue pura alegría: trenzas despeinadas, rodillas raspadas, siempre canturreando alguna melodía desafinada.
Hasta hace tres semanas.
Fue entonces cuando empezó a llegar a casa a la una de la madrugada.
La primera noche, el chirrido de la puerta me despertó de un sobresalto. Me había dormido en el sofá, esperándola después de sus clases. Debía llegar a las seis y media. Cuando el reloj marcó las diez, llamé al colegio, a sus amigas, a su profesora. Nadie la había visto.
Y entonces, a la una en punto, entró.
Demasiado tranquila.
Salté del sillón.
¡Lucía! ¿Dónde estabas? Estaba
Pero ella alzó la mano lentamente y dijo:
No te preocupes, he llegado bien.
Eso fue todo.
Sin lágrimas. Sin excusas. Sin miedo.
Caminó directo a su cuarto y cerró con llave.
Me quedé mirando al suelo. Algo olía raro. El aire que traía era frío, como salido de una cámara. Las luces del pasillo parpadearon. Me dije que eran imaginaciones. Los niños a su edad son impredecibles, ¿no?
Error.
La noche siguiente, lo mismo. Llegó a la una. Mismas palabras. Mismo tono.
Pero esta vez lo noté.
Pasó bajo la lámpara del comedor y su sombra no la seguía.
No estaba.
Ni rastro. Ni silueta. Nada.
Creí alucinar. Encendí todas las luces y la hice pararse bajo ellas. Nada. La luz bañaba su rostro, pero el suelo detrás de ella permanecía vacío. Ella me miró.
¿Qué pasa, mamá? preguntó.
Parpadeé. Nada. Solo estoy cansada.
Asintió y se alejó.
Y yo la observé. Su cuerpo se movía pero nada la seguía.
Al día siguiente, llamé al colegio.
¿Por qué la dejan salir tan tarde? pregunté.
La voz al teléfono vaciló.
Señora su hija no viene desde el último examen parcial. Hace tres semanas. Le enviamos avisos, pero no respondió.
El corazón se me detuvo.
Ella sale todas las mañanas susurré. Lleva su uniforme. Su botella de agua.
Corrí a la cocina. La botella estaba allí. Intacta. Como el día del examen.
Esa noche, no dormí.
Apagué las luces. Me senté junto a la ventana. Y esperé.
A la una en punto, la verja se abrió sola.
Y entró ella.
Lucía. Pero no Lucía.
Por fuera, era ella. Pero sus ojos no parpadeaban. Su respiración era irregular. Me miró e inclinó la cabeza.
¿Por qué estás despierta, mamá? preguntó.
Forcé una sonrisa. Esperándote.
Y entonces, sin pensarlo, pregunté:
¿Dónde está tu sombra?
Ella sonrió.
Pero no con la boca con algo más frío.
Se quedó atrás.
Y pasó a mi lado.
Pero juro que, al cruzar frente al espejo, algo apareció por un instante.
Algo más alto.
Con ojos demasiado grandes y una sonrisa demasiado fina.
Ahora está en su cuarto.
Durmiendo.
Respirando.
Pero su sombra
¿Su verdadera sombra?
Creo que sigue afuera.
Y espera para entrar.
**Episodio 2: Lo que se Arrastra bajo la Puerta**
Desde que Lucía “volvió”, la casa ya no es la misma.
De día, todo parece normal.
Ella desayuna, pero no come. Revuelve el pan con chocolate.
Hojea cuadernos vacíos. A veces tararea canciones que no conozco, en un idioma que no existe.
Y por las tardes, desaparece.
No dice adónde va. La puerta se abre y cierra sola a las seis cuarenta y cinco. Exacta.
Y yo me quedo esperando. Con una pregunta que me carcome:
¿Esa cosa es realmente mi hija?
Pequeños detalles me delatan.
Las paredes respiran cuando ella está cerca.
Las grietas del techo se ensanchan.
Las plantas de su habitación se marchitan, como si algo las rozara cada noche.
Una madrugada, me levanté por agua.
Su puerta estaba entreabierta.
Dentro, no dormía.
Estaba sentada al borde de la cama, de espaldas.
Tarareando esa canción sin sentido.
Peinando a una muñeca sin ojos.
Y en la pared, detrás de ella, vi una sombra.
Pero no la suya.
Era más alta. Más delgada. Se movía antes que ella.
Como si la guiara.
Corrí a mi cuarto. Cerré la puerta.
Recé.
Pero ni Dios escucha cuando el mal entra por voluntad propia.
Al día siguiente, hice algo desesperado.
Comparé una foto reciente de Lucía con una de hace un mes.
Ahí estaba.
Los ojos.
Antes, marrones claros. Ahora, gris verdoso, como agua estancada.
Y las pupilas no redondas. Verticales. Como de gato. O de serpiente.
Esa noche, esparcí harina en el pasillo.
Una trampa simple.
A la una, la puerta se abrió.
Pasos suaves.
Y luego, una pausa.
Fingí dormir.
Lucía estaba en el umbral de mi cuarto.
Sin moverse.
Y entonces vi las marcas en la harina.
No eran huellas humanas.
Eran surcos finos como de garras.
Y al final, una línea curva. Como una cola arrastrándose.
Esta mañana, encontré una nota bajo mi almohada.
No escrita, sino quemada en el papel:
*Mamá, estoy atrapada. Esta no soy yo. No la dejes entrar mañana.*
Y ahora tengo miedo.
Porque son las doce cincuenta y nueve.
Y la verja ya se está abriendo sola.
**Episodio 3: La Voz tras la Puerta**
Una en punto.
El reloj hizo su clic.
La puerta se abrió sola.
Yo estaba en el salón, con la nota en la mano, el corazón a punto de estallar.
Pero no fui a recibirla. Me escondí tras la cortina.
Oí los pasos.
Pesados. Como si llevara algo encima.
Luego, su voz:
Mamá ya llegué.
Pero no era su voz.
Era grave, con un eco. Como si dos bocas hablaran. Una imitándola. La otra rasgando las palabras.
Mamá ¿estás despierta?
El pomo giró.
Yo contuve el aliento.
No entró. Solo apoyó la frente en la puerta.
Y lloró.
Pero las lágrimas no eran lágrimas.
Eran secas. Como astillas.
Mamá tengo frío. Ábreme
Quería hacerlo. Era la voz de mi hija. En parte.
Pero recordé la nota: *No la dejes entrar mañana.*
La verdadera Lucía estaba afuera.
Y lo que estaba dentro era otra cosa.
A las tres treinta y tres, los pasos se alejaron.
La puerta se abrió de nuevo.
Silen

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MagistrUm
Mi Hija Siempre Vuelve del Instituto a la 1:00 de la Madrugada… Pero Su Sombra Jamás la Acompaña