Mi Hija Siempre Regresa a Casa a la 1:00 AM del Colegio—Y Su Sombra Nunca La Acompaña

Mi hija siempre vuelve a casa a la una de la madrugada del coley su sombra ya no la sigue

Hay cosas que solo aparecen cuando miras demasiado o cuando algo se niega a devolverte la mirada. En mi caso, todo comenzó con algo que no vi: una sombra.

La sombra de mi hija.

No estaba.

Y no ha vuelto desde entonces.

Se llama Almudena. Tiene doce años. Le encantan los melocotones, las tablas de multiplicar y reproducir las coreografías de TikTok frente al espejo desconchado del baño. Durante sus primeros doce años, Almudena era energía puratrenzas alborotadas, calcetines sucios, siempre tarareando alguna canción desafinada.
Hasta hace tres semanas.

Fue entonces cuando empezó a llegar a casa a la una de la madrugada.

La primera noche casi me desmayo cuando la puerta principal crujió tan tarde. Me había quedado dormida en el sofá, esperándola después de sus clases extraescolares. Tenía que estar en casa como muy tarde a las seis y media. Cuando pasaron las diez llamé al centro, a sus amigas, a su profesora particularnadie la había visto.

Y a la una de la madrugada, cruzó el umbral.

Tranquila. Demasiado tranquila.

Me levanté de un salto.
¡Almudena! ¿Dónde estabas? Yo
Pero ella alzó la mano despacio y respondió:
No te preocupes, llegué bien.

Eso fue todo. Sin lágrimas, sin disculpas, sin miedo. Entró directo a su habitación y cerró la puerta con llave.

Me quedé mirando el suelo un buen rato. Algo se sentía raro. El aire que trajo consigo estaba helado, como sacado de un congelador. Las luces del pasillo parpadearon una vez y se estabilizaron. Me dije que estaba pensando demasiado; los adolescentes a veces son un misterio, ¿no?
Error.

La noche siguiente, lo mismo. No volvió hasta la una. Y otra vez, entró como si viviera en otro huso horario, sin dar explicaciones. Mismas palabras, mismo tono.

Pero esta vez lo noté. Pasó junto a la lámpara del comedor y su sombra no la siguió.

Simplemente no estaba. Ni contorno, ni forma, nada.

Pensé que estaba alucinando. Encendí todas las luces, la hice detenerse bajo ellas. Nada. La luz iluminaba su rostro, pero el suelo detrás de ella seguía vacío. Almudena se dio cuenta de que la miraba.

¿Qué pasa, mamá? preguntó.
Parpadeé. Nada. Solo estoy cansada.
Asintió y se alejó. La observé mientras se alejaba. Su cuerpo se movía pero ninguna sombra la acompañaba.

Al día siguiente llamé al centro y pregunté por qué la dejaban salir tan tarde todos los días. La mujer al teléfono titubeó y, al fin, confesó:
Señora, su hija no ha asistido a clases desde el último examen parcial hace más de tres semanas. Le enviamos varias notas, pero usted nunca respondió.

El corazón se me detuvo.
Ella sale cada mañana, lleva uniforme y su cantimplora susurré.

Fui al frigorífico tras la llamada. La cantimplora seguía allí, intacta, como el día del examen.

Esa noche no dormí. Apagué todas las luces, me senté junto a la ventana del salón y esperé.

Exactamente a la una, la reja del patio se abrió sola.
Y ella entró.
Almudena. Pero no Almudena.

Por fuera parecía idéntica. Sus ojos no parpadeaban, su respiración tenía un ritmo extraño. Me miró y ladeó la cabeza.

¿Por qué estás despierta, mamá? preguntó.
Fingí una sonrisa. Esperándote.
Y entonces dije algo que no había planeado:
¿Dónde está tu sombra?

Ella sonrió, pero no con la bocacon algo más frío.
Se quedó atrás.
Y alzándose a mi lado, pasó frente al espejo de la pared. Por un instante apareció algo más alto que ella, unos ojos desmesurados y una sonrisa demasiado delgada.

Aparté la cara, el corazón a mil por hora, las manos temblorosas.

Ahora está en su cuarto, durmiendo en su cama, respirando, tranquila.
Pero su sombra ¿su verdadera sombra? Creo que sigue fuera, esperando para entrar.

Episodio 2: Lo que se arrastra bajo la puerta

Desde que Almudena volvió, la casa ya no respira igual.

De día todo parece normal. Almudena se levanta, se sienta a desayunar, pero no come. Revuelve el cereales. Hace como que hojea sus cuadernos. A veces tararea canciones que nunca ha escuchado, con letras que no existen en ningún idioma. Por la tarde desaparece sin decir a dónde va. La puerta se cierra sola a las seis y cuarenta y cinco en punto. Ni un minuto antes, ni un segundo después. Yo me quedo ahí, a oscuras, sola, con una pregunta que se vuelve cada vez más insistente: ¿Esa cosa es realmente mi hija?

Empeco a notar pequeñas anomalías. Las paredes parecen respirar cuando Almudena está presente; las grietas del techo se dilatan ligeramente, como si se expandieran con su energía. Las plantas que yo cuidaba desde siempre se marchitan solo en su habitación, como tocadas por algo invisible cada noche.

Una madrugada me levanté por sed y pasé frente a su puerta, entreabierta. Dentro ella no dormía. Estaba sentada al borde de la cama, de espaldas, tarareando esa canción sin lengua, peinando el pelo de una muñeca sin ojos. En la pared, justo detrás de ella, vi una sombra que no era la suya. Era más alta, más delgada, se movía antes que ella, como quien la dirigía.

Corrí a mi habitación, cerré la puerta, la bloqueé con una silla y recé. Pero la oración se quedó en el aire; ni Dios respondió cuando el mal entra por voluntad propia.

Al día siguiente hice algo desesperado. Comparé la foto más reciente de Almudena con una de hace un mes. Los ojos cambiaron: antes eran marrón claro, ahora un gris verdoso como agua estancada. Además, sus pupilas ya no son redondas; son verticales, como de gato o serpiente.

Esa noche dejé harina en el pasillo, una trampa sencilla. A la una, escuché la puerta abrirse, pasos suaves y luego una pausa. Fingí dormir, pero mantuve un ojo entreabierto. Almudena apareció en el umbral de mi cuarto, inmóvil. Debajo de sus pies, la harina mostraba marcas finas, arrastradas, como garras largas rozando el suelo. Lo peor: una línea curva, larga, como una cola arrastrándose.

Esta mañana encontré una nota bajo la almohada. No estaba escrita a mano; parecía quemada en el papel.
Decía: Mamá, estoy atrapada. No soy yo. No la dejes entrar mañana.

Y ahora tengo miedo. Porque son las 00:59 y la reja de afuera ya se está abriendo sola.

Episodio 3: La voz detrás de la puerta

Una de la madrugada, la aguja del reloj dio su clic familiar y la puerta principal se abrió sola. Yo estaba sentada en el salón, con la nota todavía en la mano, el corazón golpeando como si quisiera romper mis costillas.

Esta vez, no fui a recibirla. Me escondí tras la cortina, el móvil en silencio, las luces apagadas. Oí pasos. Uno, dos, tres. No eran los pasos ligeros de una adolescente, sino pesados, como si llevara algo extra o no fuera del todo humana.

Luego escuché su voz:
Mamá ya llegué.
No era del todo la voz de mi hija; era grave, con un eco extraño, como dos bocas hablando a la vez. Una más aguda intentando sonar como Almudena, la otra arrastrando sílabas como garras sobre vidrio.
Mamá ¿estás despierta?

El pomo de la puerta giró. No entró. Solo apoyó la frente contra la madera y empezó a llorar. Pero esas lágrimas no eran húmedas; eran secas, quebradizas, como si algo dentro de ella se desmenuzara.

Mamá tengo frío. Ábreme
Quise abrir, correr hacia ella. Era la voz de mi hija, al menos en parte. Pero la nota resonaba en mi mente: Esta no soy yo. No la dejes entrar mañana. Comprendí que la verdadera Almudena estaba fuera de casa y que lo que habitaba dentro no volvería jamás.

A las tres y treinta y tres en punto, los pasos se alejaron. La puerta volvió a cerrarse. El silencio regresó y, por fin, pude respirar de nuevo.

Al alba entré al cuarto de Almudena. Vacío, pero no del todo. Sobre la cama había una caja envuelta en tela negra, con un lazo de cabello humano. Dentro, una muñeca idéntica a mí, con mis ojos, mi ropa, mi expresión de pánico congelada en tela. Tras la cabeza, algo escrito a cuchillo: Tú serás la próxima.

Episodio 4: El espejo que no refleja

Al día siguiente la realidad se volvió un sueño. Almudena no volvió al cole, no contestó a sus amigas. Su móvil seguía apagado. La muñeca seguía allí, con mis ojos de porcelana.

Intenté quemarla. No ardió; solo desprendió un olor a carne carbonizada.

A las doce cincuenta y cinco, puse un espejo frente a la puerta principal. No era superstición, era desesperación: quería ver lo que entraba cada noche.

A la una, la cerradura, la puerta giró. Yo, sentada en la oscuridad del pasillo, contenía la respiración. La figura que cruzó la puerta vestía su chaqueta azul, llevaba la mochila al hombro, el pelo recogido, la piel pálida.
Hola, mamá dijo, como siempre.
No miró a los ojos, sino al espejo. Y el espejo no devolvía su reflejo.

¿Qué es eso? preguntó, señalando el cristal con una sonrisa helada.
Nada, cariño respondí, con la voz rota. ¿Cómo estuvo el cole?
Muy bien contestó. Hoy aprendimos fotosíntesis.
Yo sabía que esa lección había sido hace dos semanas. La figura pasó junto al espejo sin proyectar sombra, ni imagen, ni presencia. Solo una corriente gélida rozó mis pies.

Dormí con la puerta cerrada, la muñeca enterrada en el jardín. A las tres, escuché risas que no venían del pasillo sino del armario. Al abrirlo, la muñeca estaba allí, sonriendo y sujetando un mechón de mi cabello.

Al día siguiente llevé la muñeca a la iglesia. El sacerdote ni la tocó; solo susurró: Parásita. Explicó que existen entidades que imitan, observan, aprenden y se infiltran. A veces necesitan una invitación, otras basta con que les creas.

¿Dónde está mi hija? le pregunté.
Él, con lástima, contestó:
Si su sombra no la sigue quizá ya no esté en este mundo.

Episodio 5: El lugar al que va cuando sale

Instalé cámaras ocultas con visión nocturna, quise pruebas. Lo que grabaron me dejó sin aliento.

Mi hija entró, pero no por la puerta. Cayó del tejado como una marioneta rota, se levantó con movimientos dislocados. Mientras avanzaba por el pasillo, algo reptaba detrás de ella: sin forma, sin rostro, pero arrastrando garras invisibles por las paredes. Entonces la escuché decir, mirando a la cámara:
Mamá deja de mirar.
La pantalla se volvió negra.

Episodio 6: El nombre que no debo decir

Busqué en archivos, foros ocultos, iglesias olvidadas y, en un rincón de la­ red, encontré una palabra prohibida, un nombre que, según decían, convocaba a lo que se esconde tras el espejo. Con la advertencia:
Una vez lo dices, ella te ve; dos veces, te oye; tres ya estás con ella.

Lo anoté, lo quemé al instante, pero las letras parecían respirar en mi mente.

Una noche Almudena me preparó desayunos perfectos, panqueques demasiado perfectos.
¿Te gustaron, mami? preguntó.
Yo, viendo esos ojos sin fondo, entendí que sabía que yo lo sabía.

Bajé al sótano y, detrás de la caldera, encontré el espejo que habíamos tirado semanas atrás, cubierto por una sábana negra. Al quitarla, el reflejo mostraba nada: yo no aparecía, pero ella síla verdadera Almudena golpeando del otro lado, gritando sin poder ser oída. Susurré el nombre una vez; nada. La repetí; el espejo tembló. Antes de decirlo por tercera vez, me detuve, temiendo no volver. Pero recordé los dibujos de mi hija, su risa, su miedo. Lo dije tres veces.

Todo se apagó. Abrí los ojos en un pasillo húmedo y oscuro, al final una aula vacía. Allí estaba Almudena, encadenada a una silla. La abracé:
¡Mamá!
Estoy aquí, hija. No la dejes entrar.
Una figura sin rostro emergió del espejo sangriento: la imitadora, la que se llevó a mi niña.

Corrimos. La entidad nos siguió, su sombra extendiéndose por las paredes como una mancha viva.
No mires atrás le grité. Pase lo que pase, no mires atrás.
Llegamos a la puerta que conduce al mundo real. Almudena saltó. Yo estaba a punto de cruzar cuando una mano helada me atrapó del tobillo y susurró:
Tú dijiste mi nombre.

Episodio 7: Mamá ya no vive aquí

La casa olía a desayuno, a panqueques recién hechos, a normalidad. Pero yo ya no era yo. Almudena me miraba con amor, como si nada hubiera pasado, como si nunca hubiera visto el pasillo oscuro ni a la mujer sin rostro.
¿Te sientes mejor, mami? preguntó.
Sí mentí. Mi voz sonaba hueca, como un pozo.

Intenté tocar mi cara; mis dedos atravesaban el reflejo del espejo. Mi sombra ya no se movía con mi cuerpo, permanecía quieta, observándome.

Esa noche me acosté junto a Almudena, la abracé con fuerza. Ella temblaba.
Mami, tú no eres mi mamá susurró.
Me alejé, herida, pero ¿estaba mintiendo? ¿O ella sabía algo que yo aún no aceptaba?

Busqué el espejo en el sótano; había desaparecido. En su lugar, una nota escrita con una caligrafía que no era mía:
El cuerpo vuelve. El alma, no siempre.
Y bajo, garabateado en sangre:
¿Quién duerme en tu cama?

Desde entonces, mi reflejo parpadea cuando yo no lo hago, mi sombra camina sola por el corredor y Almudena me evita. Cierro la puerta con seguro, duermo con la luz encendida y ella susurra en la noche:
Devuélveme a mi mamá.

Encontré su cu

ro bajo la almohada. Uno de los dibujos mostraba a Almudena junto a una mujer con ojos vacíos y una sonrisa desgarrada.
Abajo, con manos temblorosas: Ella usa mi piel. Pero no es ella.

Fui al cole y la directora me dijo, helada:
Señora, su hija Almudena no ha venido en semanas.
¡Yo la dejo aquí todas las noches! exclamé.
Almudena murió hace dos meses. Usted asistió al funeral, ¿no lo recuerda? repitió, temblorosa.

Corrí a casa. Almudena estaba allí, jugando con una muñeca.
¿Qué eres? grité.
No respondió, solo sonrió. En sus ojos solo había vacío y oscuridad.

Miré el espejo una última vez y entendí: yo nunca salí. Soy la que quedó atrapada, la que ahora vive detrás del cristal, observando, inútil, invisible. La cosa que vive con mi hija no es ella.

Almudena la verdadera murió. Yo morí con ella. Y esta casa

No pertenece a nadie.

Episodio 8: Sombra sobre sombra

La “verdad ya no es una línea recta; es un laberinto” y yo estoy perdida en él. Si yo estoy muerta, si Almudena está muerta, ¿qué somos entonces, esas versiones que siguen respirando?

La muñeca de Almudena empezó a hablar sola:
Mamá se fue decía con voz chirriante. Pero alguien se quedó
La arrojé contra la pared; la cabeza se partió. Dentro no había algodón, sino un ojo humano.

La casa se deshacía, las paredes goteaban sombras, los relojes giraban al revés. A la una, la puerta se abría. Almudena entraba,Al fin comprendí que la única sombra que quedaba era la mía, atrapada eternamente en aquel espejo roto que nunca reflejaba otra cosa que mi propio silencio.

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