Mi hija se casó con el hombre que yo amaba… y ahora espero un hijo de su suegro.

Mi hija se casó con el hombre que yo adoraba y ahora estoy embarazada de su suegro.
Nunca imaginé que mi vida acabaría siendo uno de esos culebrones que tanto criticaba en la sobremesa. Pero aquí estoy, a las tres de la madrugada, encerrada en el baño de mi casa, mirando un test de embarazo con dos rayitas rosas mientras mi hija duerme plácidamente al lado con el hombre que creí que sería mío.

Todo empezó hace dos años, cuando conocí a Javier en la cafetería donde trabajo. Era cliente habitual, siempre pedía un café solo, sin azúcar. Tenía una sonrisa que iluminaba hasta el rincón más oscuro y una mirada que te hacía sentir como si fueras la única persona en la habitación.

¿Siempre trabajas en este turno? me preguntó un martes cualquiera.
Casi siempre respondí, notando cómo me ardían las mejillas. Me gusta el silencio de las mañanas.
A mí también contestó, sonriendo. Por eso vengo. Bueno, eso y por verte.

Mi corazón latía como si tuviera quince años otra vez. A mis cuarenta y dos, después de un divorcio que me dejó hecha polvo, había perdido la fe en las mariposas en el estómago.

Las semanas pasaron y nuestras charlas se alargaban, se volvían más íntimas. Me hablaba de su trabajo como arquitecto, de sus ganas de recorrer Italia, de cómo había perdido a su madre el año pasado. Yo le contaba de mi hija Lucía, de mi sueño de abrir una pastelería, de mis miedos y mis ilusiones.

Hasta que un día, por fin, se decidió:
Marisa, ¿te apetece cenar conmigo el viernes?

Dije que sí sin pensarlo. Aquella noche fue mágica: cenamos en un pequeño restaurante de barrio, paseamos por el Retiro y hablamos hasta que se nos cerraron los ojos. Me sentí viva, deseada, especial.

Pero al día siguiente, cuando le conté a Lucía lo de la cita, todo se torció.
¿Javier cómo? preguntó, con los ojos como platos.
Javier Méndez repetí. ¿Qué pasa?

Su cara se puso blanca como el papel.
Mamá, él es mi nuevo jefe. Empecé a trabajar en su estudio la semana pasada.

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. De todos los hombres del mundo
Es increíble, mamá siguió Lucía, sin darse cuenta de mi cara de póker. Tan inteligente, tan amable. Y guapo, ¿eh?

Los meses siguientes fueron una agonía callada. Veía a Lucía llegar cada día más enamorada, hablando sin parar de Javier, de lo perfecto que era, de cómo la hacía sentir. Y yo sonreía y asentía, mientras se me rompía el alma.

Javier dejó de venir a la cafetería. Sabíamos que lo nuestro era imposible. Pero cuando nuestros ojos se cruzaron en la cena de compromiso de Lucía, seis meses después, supe que él sentía lo mismo que yo.

Marisa me susurró cuando nos quedamos solos en la cocina, no te imaginas cuánto lo lamento.
No hay nada que lamentar mentí. Ella te quiere, y eso es lo único que importa.
Pero yo empezó a decir.
No lo corté. No sigas. Por favor.

La boda fue un martirio. Los vi jurarse amor eterno, intercambiar anillos, y yo fingí felicidad como una actriz de teatro. Esa noche lloré como no lo había hecho en años.

Pero si pensé que eso era lo peor, me equivoqué de lleno.

Conocí a Antonio, el padre de Javier, en el banquete. Un hombre distinguido de cincuenta y cinco años, viudo, con una sonrisa cálida y ojos que guardaban tristeza. Empezamos a hablar de nuestros hijos, de lo felices que parecían, de lo difícil que era verlos volar del nido.

¿Te gustaría tomarnos un café mañana? me preguntó al final de la noche. Creo que los dos necesitamos digerir esto.

Antonio entendía mi dolor como nadie. Él también había perdido a alguien, aunque de otra manera. Nuestros cafés se convirtieron en almuerzos, luego en cenas, y después en noches enteras de conversación.

No buscábamos enamorarnos. Solo queríamos llenar el vacío que nos quedaba. Pero el consuelo se volvió algo más profundo, más real de lo que esperábamos.

Esto está mal le dije una noche, después de la primera vez.
Lo sé respondió, acariciándome el pelo. Pero no puedo dejarte ir, Marisa. Eres lo único bueno que me ha pasado desde que murió mi mujer.

Durante ocho meses mantuvimos nuestro secreto. Nos veíamos en su piso, lejos de miradas indiscretas. Era complicado, era arriesgado, pero era nuestro pequeño refugio.

Hasta hoy. Hasta este maldito test positivo.

¿Mamá? ¿Estás bien? la voz de Lucía me saca del pensamiento al otro lado de la puerta.
Sí, cielo respondo con un hilo de voz. Solo no me encuentro muy bien.
¿Quieres que te haga una manzanilla?
No, tranquila, vuelve a la cama.

Oigo sus pasos alejarse y me quedo sola con mi secreto. En unas horas tendré que llamar a Antonio, decirle que vamos a ser padres. Un niño que será medio hermano de su nuera y nieto de su suegra.

¿Cómo le explico a Lucía que su madre espera un hijo del padre de su marido? ¿Cómo le digo que llevo meses mintiéndole? ¿Cómo destrozo su felicidad con mi egoísmo?

Me miro en el espejo. Tengo los ojos hinchados, el pelo revuelto. No reconozco a la mujer que me devuelve la mirada. ¿Cuándo me convertí en la mala de la película?

El móvil vibra en mi mano. Es un mensaje de Antonio: “No puedo dormir. Estás en mis pensamientos. Te quiero.”

Cierro los ojos y respiro hondo. Mañana todo cambiará. Mañana tendré que encontrar las palabras para lo que no tiene explicación.

Pero esta noche, durante unas horas más, puedo fingir que todo es normal. Que solo soy una madre feliz por la boda de su hija, no una mujer embarazada del peor secreto posible.

Guardo el test en el cajón de la mesilla, junto a todas las mentiras que he ido acumulando. Mañana tendré que ser valiente.
Esta noche, solo necesito aguantar.

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Mi hija se casó con el hombre que yo amaba… y ahora espero un hijo de su suegro.