Hoy escribo con el corazón en un puño. Mi hija nos avergonzaba por ser de pueblo… y ni siquiera nos invitó a su boda.
Siempre vivimos con humildad, pero honrados. Nuestra casa, el huerto, las vacas, los quehaceres diarios… toda nuestra vida giró en torno a un solo propósito: criar a nuestra única hija, Lucía, para que fuera buena persona. Por ella lo dimos todo. Lo mejor siempre para ella. ¿Zapatos nuevos? Claro. ¿Un abrigo que no desmereciera al de los urbanitas? Por supuesto. Nos quitábamos hasta el pan de la boca con tal de que no le faltara nada. Creció guapa, inteligente, con notas brillantes. Soñaba con la ciudad. Y nosotros, felices, pensando: “Nuestra Lucía tendrá un destino mejor que el nuestro”.
Gracias a unos contactos antiguos, mi marido, Antonio, la colocó en una universidad prestigiosa de Madrid. En una plaza pública. Fue nuestro orgullo. La apoyamos en todo, con dinero y con cariño. Cada visita suya a casa era una fiesta. Escuchábamos sus historias como cuentos: su trabajo de oficina, su novio, Álvaro, hijo de un empresario importante. Se le iluminaba la cara al hablar de él. Y nosotros solo pensábamos: “Ojalá pronto llegue la boda”.
Pero pasaron los años y no hubo propuesta. Hasta que Antonio no pudo más: “Invítalo al pueblo, que queremos conocerlo”. Ella se esquivó, dijo que estaba muy ocupado. Una y otra vez. La sospecha nos carcomía. Algo no encajaba. Así que decidimos ir nosotros a Madrid. Encontramos la dirección en unos papeles viejos. Compramos dulces típicos, nos pusimos nuestras mejores galas y emprendimos el viaje.
La casa era un palacio. Piedra, cristal, seguridad. Un hombre amable nos recibió y nos hizo pasar. Lujo de película. Estábamos ahí, desubicados, hasta que nos llevaron al salón. Y entonces lo vi: sobre la mesa, una foto de boda enmarcada. De blanco, con el ramo… nuestra Lucía. Antonio se quedó de piedra. A mí se me doblaron las piernas.
“Por cierto, ¿por qué no vinisteis a la boda?”, preguntó Álvaro de repente.
Nos miramos. ¿Qué decirle? ¿Que no sabíamos ni que existía? En ese momento apareció ella. Lucía. Se le heló la cara. Con un gesto, la llamé a hablar aparte. Balbuceó excusas, pero al final soltó la verdad:
“No os invité… porque sois del pueblo. Me daba vergüenza. No quería que nadie supiera que mis padres son unos paletos”.
Sus palabras me atravesaron como una daga. ¿Cómo? ¿Nosotros? ¿Vergüenza? ¿Nosotros, que lo dimos todo por ella? ¿Que trabajamos sin descanso para darle un futuro?
“¿Y Álvaro?”, pregunté, conteniendo el aliento. “¿Lo sabía?”
“Sí. Él quería que estuvierais. Hasta mandó una invitación, pero le dije que habíais rechazado venir”.
Ahí lo teníamos. Éramos su secreto, su mancha oculta. Ni siquiera nos dejó estar en el día más importante de su vida. No nos lo dijo, no lo explicó… nos borró.
Nos fuimos ese mismo día. Sin lágrimas, sin gritos. Solo con un vacío en el pecho. ¿Cómo seguir adelante cuando tu propia sangre te da la espalda? ¿Cómo creer que todo fue en vano? ¿Que no criamos a una extraña?
Desde entonces, Lucía no llama. Y nosotros tampoco. No por rencor… sino porque no hay palabras para quien te traiciona así, sin pestañear.