Estaba en el salón, con las manos apretadas contra el pecho, cuando Cristina, mi única hija, entró en el piso junto a su futuro marido. Venía tensa, con la cara congestionada por la decepción y algo que parecía rencor. Creía conocer cada uno de sus gestos, pero esa noche había algo distinto en su mirada. Como si la persona que tenía delante no fuera mi niña, sino una desconocida con una frialdad que me partía el alma.
—Mamá, tienes que entender —empezó ella, con la voz temblorosa, pero no de tristeza, sino de rabia—. Es el día más importante de mi vida. ¿Cómo puedes fallarme ahora?
Me quedé callada. Sentía cómo el corazón se me encogía, como si alguien lo hubiera estrangulado. Quería ayudarla… pero no podía.
—Cristina, cariño… —logré decir—. Sabes cómo están las cosas. Apenas llego a fin de mes con mi pensión. No tengo para tanto…
Ella estalló al instante.
—¿No tienes? ¿Y los ahorros de toda tu vida? ¿El dinero que supuestamente ibas guardando desde que era pequeña? ¿Es que nunca pensaste en el futuro?
Cristina y su novio, Adrián, planeaban una boda de ensueño: un restaurante en el centro de Madrid, un banquete para cien personas, un vestido de veinte mil euros, música en directo, fotógrafos, un vídeo profesional… Una fiesta de cuento. Pero no el mío. Ni el que mi bolsillo podía permitirse.
—Hija mía… He trabajado toda la vida por ti. Cuando tu padre nos dejó, solo tenías diez años. Te crié sola, sin ayuda, sin descanso. Lo dejé todo por ti, hasta a mí misma.
—Y ahora me lo niegas. Justo ahora, cuando más te necesito —dijo con voz helada—. Gracias, mamá. Lo he entendido todo.
Después de esa conversación, no volvió a llamar. Le escribí, la telefoneé… nada. Solo silencio. O, con suerte, algún mensaje corto, frío, sin puntuación ni corazón.
Y llegó el día de la boda. No fui invitada. Nadie me avisó. Me enteré por la vecina, que me enseñó las fotos en redes sociales. Vestido precioso, globos dorados, cientos de invitados, risas. Y yo… en casa, sola. En bata, con un té frío en la mano.
Al ver las imágenes, sentí que el corazón se me rompía. No era envidia. Era dolor. Porque después de darle toda mi vida, fui borrada con un simple: “Lo siento, no puedo.”
Recordé las noches en vela cuando enfermaba. Las horas extras que hacía para comprarle la mochila nueva. Los ahorros para sus clases de inglés. Las medicinas que dejé de tomar para llevarla al teatro. Y ahora… ya no me necesitaba. Una madre que no pagó un vestido dejó de ser madre.
Adrián también desapareció. Ni una llamada, ni un intento de hablar. Como si yo fuera un estorbo en su nueva vida perfecta.
Ha pasado un año. Sigo sola. A veces los veo por la ciudad: Cristina y su marido, radiantes de felicidad. Y me dan ganas de acercarme. Solo para decirle: “Te quiero. Estoy aquí. Siempre.” Pero me da miedo su mirada. Porque una vez ya me destrozó. Y no sé si podría soportarlo otra vez.
Sé que el dinero no lo es todo. Pero, al parecer, para ella lo fue. Y todavía no entiendo por qué un “no” borró veinticinco años de “síes”.
La gente me dice: “Ya recapacitará.” ¿Y si no lo hace? ¿Y si sigue pensando que la fallé cuando más me necesitaba?
No sé cuánto tiempo me queda. Pero sé una cosa: nunca dejaré de quererla. Incluso si ella ya no quiere ser mi hija. Incluso si me dio la espalda.
Pero en las noches, tumbada en la cama mirando al techo, una pregunta me ronda: ¿el amor de una madre es siempre un regalo? ¿O puede romperse bajo el peso de la indiferencia?