Cuando mi hija dio a luz a su hijo, me inundó una alegría inmensa. Pero esa felicidad pronto se tornó en inquietud: ella tenía un trabajo exigente que requería su presencia constante, y no podía tomar una baja maternal completa.
No podía dejar al pequeño desatendido, así que con gusto accedí a ayudarla. Cada mañana, a las ocho en punto, llegaba a su casa en Madrid y me quedaba con el niño hasta el anochecer. Lo bañaba, lo alimentaba, lo arrullaba, lavaba su ropa, la tabla de planchar se convirtió en mi compañera fiel, y los paseos por la plaza Mayor en nuestra rutina diaria.
Todo transcurría con normalidad, hasta que un día todo cambió.
Aquel día, agotada tras un largo paseo, decidí tomar algo para comer. Abrí la nevera, cogí un poco de queso manchego y una manzana. Pero entonces, mi hija, Inés López, me soltó algo inesperado:
No vuelvas a tocar la comida de la nevera. Todo esto lo hemos comprado con nuestro dinero.
Me quedé sin palabras.
Pero si paso aquí todo el día, cada jornada ¿Tengo que quedarme sin comer?
Trae tu propia comida. Esto no es un comedor de beneficencia respondió con frialdad antes de encerrarse en su habitación.
En ese momento comprendí que había criado a una egoísta incapaz de valorar mi ayuda. Decidí darle una lección que jamás olvidaría. Espero haber actuado bien
Más tarde, mientras apretaba la manzana entre mis dedos, caí en la cuenta: había educado a alguien frío e ingrato. ¿En qué me equivoqué?
Le di toda mi fuerza, todo mi cariño, siempre estuve a su lado, la apoyé sin condiciones y en cambio recibí desprecio.
Al día siguiente, no acudí. A las ocho en punto, la llamé:
Cariño, tendrás que buscar a alguien más para cuidar del niño. Yo no volveré. Soy demasiado mayor para sentirme como una extraña en la casa donde antes solo había amor.
Quedó estupefacta. Gritó, intentó culparme pero esta vez no permitiría que me tratasen como a una sirvienta.
Sigo queriendo a mi nieto con toda el alma. Pero jamás permitiré que me vean como la asistenta.
Soy madre. Soy abuela. Y merezco respeto.