Lo que he hecho por mi hija y qué poco parece valorarlo ahora que le dejé mi negocio.
Podría titular mi relato como “¡Cuidado con el que despierta de repente!” como el gran refrán español.
Si echo la vista atrás, no soy el único que ha vivido algo así. La historia está llena de ejemplos de hijos que, al recibirlo todo en bandeja, olvidan valorar a quienes les ayudaron a llegar hasta ahí.
No deseo mal a mi hija. Que siga su camino.
Pero no pienso seguir proporcionándole trabajo e ingresos, dado que ha decidido que ya no hay sitio para mí en el negocio que construí.
Le entregué un negocio en marcha
Trabajé toda mi vida, construyendo y desarrollando. Empecé desde abajo, alcanzando el éxito paso a paso.
Ahora tengo una cadena de hoteles y varios restaurantes. Un logro fruto de años de trabajo, noches sin dormir, errores, caídas y victorias.
Cuando mi hija creció, decidí pasarle parte del negocio. Era lista y ambiciosa. Esperaba que continuara mi legado, que cuidara y ampliara lo que levanté desde cero.
Le confié uno de los restaurantes. Incluso le regalé el 30% de la empresa.
La introduje en el negocio.
Le pasé clientes, contactos y conocimientos.
Sin embargo, cuanto más recibía, menos lo valoraba.
Decidió que yo ya no le hacía falta
Con el tiempo, su actitud hacia mí cambió. Parecía considerarse dueña no solo del restaurante, sino de toda la empresa.
Comenzó a intervenir en la gestión de los hoteles, tomando decisiones sin mi conocimiento.
Al punto que, cuando iba al restaurante por la mañana a tomarme un café y algo del bufé, me gritaba:
—¡Estás comiendo a mi costa!
Me quedé atónito.
—¿A tu costa? ¿Acaso no fui yo quien te dio este restaurante? ¿No es una parte del negocio que he construido durante años?
Ella me ignoraba.
—Ahora es mi restaurante. No soy quien para mantenerte.
Parecía escuchar a una extraña, no a mi hija.
Se alió con los operadores turísticos contra mí
Pero eso no fue todo.
Hizo buenas migas con operadores turísticos, firmando acuerdos a mis espaldas.
Solo ella conocía los datos bancarios, solo ella recibía los pagos.
Y a mí…
Me entregaba ciertas cantidades, diciendo:
—Te basta con esto.
¿Basta?
¿A mí, que levanté este negocio?
¿Que invertí tantos años, nervios y fuerzas?
La eché de la empresa
Cuando la temporada terminó, no pude más.
Convocé una reunión.
Le retiré los derechos sobre el 30% de la empresa.
Recuperé el control.
La expulsé del negocio que yo mismo le había dado.
Pensaba que no lo haría.
Pensaba que aguantaría.
Se equivocó.
Me demandó… ¡dos veces!
Lo que siguió fue una auténtica batalla.
Me interpuso dos demandas.
En la primera exigía la mitad del negocio.
En la segunda, la devolución de aquel 30% que una vez le entregué como regalo.
Perdió ambos juicios.
Pero, en lugar de aprender la lección, quiso vengarse.
¡Mi hija denunció a su propio padre a Hacienda!
Me denunció ante el fisco.
Y me sometieron a una auditoría de los últimos cinco años.
Durante un año, no me dieron tregua.
Un año, yendo de un lado a otro para demostrar mi honestidad.
Un año, siendo testigo de cómo mi propia hija intentaba destruir el legado que habría sido su herencia.
Recordaba cuando sostenía su pequeña mano, le enseñaba a dar sus primeros pasos, queriendo lo mejor para ella.
Y ahora…
Ahora estaba dispuesta a acabar conmigo para quedarse con todo.
¿Gratitud? ¿Cuidado familiar? ¿Amor? No me hagan reír
Qué fácil es olvidar de dónde venimos.
Qué rápido olvidan quién les dio la oportunidad.
Qué fácilmente traicionan a los más cercanos.
Mi hija olvidó quién era.
Cree que lo ha logrado todo por sí sola.
Pues bien…
Ahora realmente lo hará sola.
Sin mi apoyo.
Sin mi negocio.
Sin mi herencia.
No la maldigo.
Pero no pienso ayudarla más.
Que aprenda lo que significa construir la vida desde cero.
Que entienda lo que supone no tener nada y lograrlo todo por uno mismo.
Y solo me queda repetir:
¡Cuidado con el que ve la luz de repente…!