«Mi hija adulta no acepta a mi pareja y me da un ultimátum: ¿acaso no merezco mi felicidad?»

«Mi hija adulta no acepta a mi hombre. Me pone un ultimátum»: ¿no merezco yo también mi felicidad?

Ser viuda a los treinta y dos no es solo dolor. Es una batalla diaria en la que no tienes derecho a la debilidad. Más aún cuando tienes una hija pequeña y frente a ti, el peso eterno de la culpa: contigo misma, con la vida, con tu niña. Él se fue de repente—un accidente, una mañana cualquiera, sin despedidas. Y me quedé sola con la pequeña Lucía y la certeza de que no habría más luz, ni calor, ni futuro. Pero, al parecer, el destino quiso ponerme a prueba.

Por suerte, después de la universidad entré a trabajar enseguida—no era el mejor puesto, pero estable. La maternidad no arruinó mi carrera, pero cada logro costó el doble. Ahorraba en lo necesario, madrugaba, volvía al anochecer, exhausta. Todo dependía del amor y la ayuda de mi madre. Fue ella quien me sostuvo: cocinaba, paseaba a Lucía, ayudaba con los deberes. Sin ella, no habría podido.

Los primeros años fueron un borrón. Ni siquiera podía imaginar que algún día abriría mi corazón a otro hombre. ¿Cómo iba a hacerlo? Mi hija necesitaba un padre, y yo ni siquiera podía pronunciar la palabra «amor» sin llorar. Lucía creció, llegó la escuela, luego la rebeldía adolescente. Discutíamos, nos reconciliábamos, volvíamos a pelear, pero yo siempre estuve ahí. Quería que creciera fuerte, pero no amargada. Hice lo que pude.

Cuando entró en la universidad, decidí dar un paso atrás. No interferir, no asfixiarla. A veces le preguntaba por su novio, pero nada más. Era su vida, su elección. La mía ya había pasado… O eso creía, hasta que un compañero de trabajo, Javier, me invitó al teatro. Fuimos un par de veces. No salió bien. Yo aún vivía en el pasado, y él, en los recuerdos de su ex. Nos separamos en silencio. Pero recordé que era mujer. Que podía reír, escuchar piropos, recibir flores. Nadie me las regalaba desde hacía años.

Pasó el tiempo. Lucía se casó, tuvo un hijo—me convertí en abuela. Su marido, Álvaro, es maravilloso, paciente y sereno. Aguanta su carácter difícil—eso solo puede significar amor. Estaba orgullosa de ellos. Creí que mi vida terminaba ahí. Pero, de pronto… comenzó de nuevo.

Alejandro apareció sin esperarlo. Nos topamos en una exposición. Él, viudo; yo, viuda. Primero fueron conversaciones. Luego, paseos, llamadas, historias fascinantes. Trabajaba como consultor en comercio exterior, medio mundo vivido en viajes. Culto, sensible, con una mirada profunda. Con él sentía calor. Tranquilidad. No había angustia, solo complicidad.

Pero bastó con mencionarlo para que mi hija se convirtiera en piedra. Lucía estalló de furia. Todo le molestaba: su bigote, su voz, su edad (tres años menor que yo). Incluso que hubiera repartido su herencia entre sus hijos por adelantado—para ella, eso era sospechoso. Decía que era ingenua, que me utilizaban. No escuchaba, me interrumpía, se iba cuando intentaba explicarme. Y yo… nunca le pedí permiso para ser feliz.

Sus visitas se hicieron más escasas. Una vez al mes, a veces con el nieto, a veces sola. Me miraba con reproche, como si la hubiera traicionado. Pero yo… yo había vivido solo para ella. Lo di todo. Incluso mi felicidad, en el altar de la maternidad.

Mentí un par de veces—dije que Alejandro y yo ya no nos veíamos. Que todo había terminado. Solo para no ver ese rencor en sus ojos. Pero estoy cansada. Cansada de esconder mi amor como si fuera un delito. Me duele que mi hija me fuerce a elegir: él o yo. ¿Acaso los hijos adultos tienen derecho a arrebatar lo único que aún puede calentar el alma de sus padres?

Tal vez deberíamos sentarnos todos a hablar. Con calma, como personas. Pero tengo miedo: ¿y si hay una discusión? ¿Y si se rompe para siempre ese frágil hilo que nos une? No sé qué hacer. Luchar por mi derecho a ser feliz… o rendirme, volver a la soledad, solo por la paz familiar.

Por ahora, espero. Callo. Pero dentro de mí todo grita: yo también soy humana, y merezco amor—incluso a los sesenta.

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