Mi hija adolescente llegó a casa con gemelos recién nacidos y me dejó sin palabras; luego, una llamada inesperada reveló una herencia millonaria – 6 min de lectura

Hace muchos años, cuando mi hija adolescente llegó a casa con dos recién nacidos, creí que había vivido el suceso más asombroso de mi existencia. Pero una década después, una llamada sobre una herencia millonaria en pesetas me demostraría que aún quedaban sorpresas por venir.

Tal vez debí intuir que algo extraordinario ocurriría. Mi hija, Rosario, nunca fue como las demás niñas. Mientras sus amigas hablaban de moda y cantantes, ella pasaba las noches murmurando plegarias junto a su cama.

«Señor, te pido un hermanito o hermanita», la oía suplicar. «Seré la mejor hermana mayor. Los cuidaré siempre. Solo dame un bebé al que amar».

Cada palabra me partía el alma.

Mi esposo, Antonio, y yo habíamos intentado tener más hijos. Tras varios abortos, los médicos nos dijeron que no sería posible. Se lo explicamos con cariño, pero Rosario nunca perdió la fe.

No éramos ricos. Antonio trabajaba como conserje en un colegio, arreglando desperfectos y pintando aulas, mientras yo daba clases de costura en el centro parroquial. Vivíamos con lo justo, pero nuestra casa siempre estuvo llena de risas y cariño.

En el otoño de sus catorce años, Rosario era una chiquilla alta y de pelo revuelto, aún inocente para creer en milagros, pero lo bastante madura para entender el dolor. Pensé que sus súplicas por un hermano se desvanecerían con el tiempo.

Hasta aquella tarde que lo cambió todo.

Estaba en la cocina remendando un vestido cuando se abrió la puerta. Rosario solía anunciar su llegada con un alegre «¡Ya estoy aquí!», pero esta vez solo hubo silencio.

«¿Rosario?», llamé. «¿Qué pasa, hija?».

Su voz sonó temblorosa. «Mamá, ven, por favor. Ahora mismo».

Algo en su tono me hizo correr. Al abrir la puerta, la encontré en el umbral, pálida como la cera, sosteniendo un cochecito viejo. Dentro, dos criaturas diminutas se arrullaban bajo una manta ajada.

Uno movía sus piececitos, inquieto. El otro dormía plácidamente, su respiración calmada.

«Rosario», apenas pude hablar. «¿Qué es esto?».

«Los encontré abandonados en la calle», sollozó. «Son gemelos. No había nadie más. No podía dejarlos».

Mis piernas flaquearon.

Sacó un papel arrugado de su bolsillo. La letra era nerviosa, desesperada:

*Por favor, cuidad de ellos. Se llaman Diego y Carmen. No puedo criarlos. Solo tengo dieciocho años. Mis padres no me lo permiten. Amadlos como yo no pude. Merecen más de lo que yo puedo darles.*

El papel temblaba entre mis dedos.

«Mamá», la voz de Rosario se quebró. «¿Qué hacemos?».

Antes de responder, llegó Antonio. Al ver los bebés, dejó caer su maletín.

«¿De verdad son?».

«Sí», susurré. «Y parece que ahora son nuestros».

O al menos por un tiempo, pensé. Pero la determinación en la mirada de Rosario me dijo otra cosa.

Las horas siguientes fueron un torbellino. Vino la policía, luego la asistente social, la señora Martínez, que examinó a los pequeños.

«Están sanos», dijo con dulzura. «Tienen dos o tres días. Alguien los cuidó antes de dejarlos».

«¿Y ahora?», preguntó Antonio.

«Esta noche, acogida temporal».

Rosario estalló en llanto. «¡No! ¡No se los lleven! He rezado por ellos cada noche. Dios me los envió. ¡Por favor, mamá, no dejes que se los lleven!».

Sus lágrimas me ablandaron.

«Que se queden con nosotros esta noche», dije de pronto. «Mientras resuelven lo demás».

Algo en nuestros rostros, o en la angustia de Rosario, hizo ceder a la señora Martínez. Accedió.

Esa noche, Antonio salió a comprar leche en polvo y pañales, mientras yo pedí prestada una cuna a mi cuñada. Rosario no se separó de ellos ni un instante, susurrándoles: «Esta es vuestra casa ahora. Yo seré vuestra hermana mayor. Os enseñaré todo».

Una noche se convirtió en una semana. Nadie reclamó a los niños. La autora de la nota seguía sin aparecer.

La señora Martínez volvió a menudo y, al final, nos dijo: «Podríamos formalizar la acogida permanente si estáis de acuerdo».

Seis meses después, Diego y Carmen eran legalmente nuestros.

La vida se volvió un dulce caos. Los gastos se duplicaron, Antonio trabajó horas extras y yo di clases los domingos. Pero salimos adelante.

Luego empezaron los «regalos misteriosos»: sobres con billetes, vales para comprar ropa, paquetes anónimos en la puerta. Siempre lo que necesitábamos, justo a tiempo.

Bromeábamos con que era obra de un ángel, pero en el fondo, yo sospechaba.

Los años pasaron volando. Diego y Carmen crecieron como dos soles, alegres e inseparables. Rosario, ya en la universidad, seguía siendo su protectora, viajando horas para no perderse ni un partido de fútbol ni una función escolar.

Hasta que, el mes pasado, sonó el teléfono durante la cena. Antonio lo cogió y palideció. «Es un abogado», murmuró.

El hombre al otro lado se presentó como el licenciado Ruiz.

«Mi clienta, Isabel, me ha encargado comunicarme con ustedes respecto a Diego y Carmen. Se trata de una herencia considerable».

Me reí con escepticismo. «Esto parece un timo. No conocemos a ninguna Isabel».

«Ella existe», aseguró. «Ha dejado a Diego, Carmen y a su familia un patrimonio valorado en setecientas cincuenta millones de pesetas. Isabel es su madre biológica».

Casi se me cayó el auricular.

Dos días después, estábamos en el despacho del licenciado Ruiz, leyendo una carta escrita con la misma letra de aquella nota años atrás.

*Mis queridos Diego y Carmen,*

*Soy vuestra madre, y no ha pasado un día sin que os recuerde. Mis padres eran personas severas y devotas. Mi padre era un respetado sacerdote en nuestra comunidad. Cuando a los dieciocho años quedé embarazada, se avergonzaron. Me ocultaron, me quitaron vuestra custodia y prohibieron que nadie en la parroquia supiera de vuestra existencia.*

*No tuve más remedio que dejaros donde alguien bueno pudiera encontraros. Os vigilé desde lejos, creciendo en un hogar lleno del amor que yo no pude daros. Envié regalos cuando pude, pequeñas ayudas para vuestra familia.*

*Ahora que la muerte se acerca, y sin más familia, todo lo que poseomis tierras, mis ahorros, mis joyases vuestro. No busco perdón, solo que sepáis que os amé desde la sombra.*

*Atentamente,
Isabel*

Cuando levanté la vista, vi a mis hijoslos tresabrazados, con lágrimas en los ojos. Y en ese instante, comprendí que el destino, con sus giros inesperados, había tejido una historia más hermosa de lo que jamás imaginamos.

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Mi hija adolescente llegó a casa con gemelos recién nacidos y me dejó sin palabras; luego, una llamada inesperada reveló una herencia millonaria – 6 min de lectura