Mi hermano y yo ya somos adultos, pero nuestro padre sigue siendo el corazón de nuestra familia.
Aunque los dos tenemos nuestras propias vidas y familias, nuestro padre, de 70 años, ocupa un lugar único en nuestras vidas. Vive solo en una casita a las afueras de Madrid. Mamá ya no está con nosotros, y tanto yo como Igor hacemos lo posible para que él no se sienta solo, rodeándolo de cariño y atención. Me llamo Javier, y a mi hermano le decimos Carlos. A pesar del trabajo y las responsabilidades, nos esforzamos por visitarlo con frecuencia, aunque el día a día a veces nos absorbe.
Yo voy a verlo todos los domingos. Le preparo comida para varios días: cocido, tortillas de patata, guisos y legumbres. Siempre bromea diciendo que cocino mejor que en un restaurante, aunque sé que es su manera de hacerme feliz. Mientras la comida se hace, aprovecho para limpiar un poco y revisar que todo esté en orden. Se llama Antonio López. Le encanta recordar viejas historias, las mismas que he escuchado mil veces, pero nunca me canso. En esos relatos está su vida, y me gusta ver cómo se le iluminan los ojos al rememorar el pasado.
Carlos lo visita los miércoles. Vive un poco más lejos, pero siempre saca tiempo. Mi hermano se encarga de las reparaciones: arregla grifos, corta el césped y en invierno limpia la nieve si hace falta. Papá intenta ayudar, pero entre los dos lo convencemos para que descanse. “No me dejáis aburrirme”, nos dice riendo. A menudo, Carlos lleva a su hija Lucía, de siete años. Ella adora a su abuelo, y él le corresponde contándole cuentos y enseñándole a jugar al ajedrez. Esos momentos son pura felicidad para él.
A pesar de su edad, papá es muy activo. Tiene un pequeño huerto donde cultiva tomates, pimientos y hierbas aromáticas. Dice que trabajar la tierra lo mantiene en forma. Le gusta leer el periódico, ver películas antiguas y, aunque a veces le proponemos salir de paseo o visitar a otros familiares, casi siempre dice: “Estoy bien aquí”. Pero sabemos que nuestras visitas significan mucho para él. Nunca lo dirá abiertamente, pero su sonrisa lo dice todo.
Carlos y yo somos muy distintos, pero en algo coincidimos completamente: valoramos a nuestro padre más que nada. No es solo nuestro progenitor, es nuestro ejemplo. Recuerdo cómo nos enseñó a trabajar duro, a ser honestos y a respetar a los demás. Incluso ahora, cuando ya somos padres, seguimos admirándolo. Tras la pérdida de mamá, se volvió más callado, pero intentamos llenar ese vacío con nuestro cariño. A veces pienso en lo feliz que estaría ella al vernos cuidar de él.
Mi mujer, Carmen, también lo quiere mucho. Siempre le lleva tortillas o dulces caseros, y él le agradece con bromas, diciendo que lo hemos malacostumbrado. Tenemos dos hijos: el mayor, Pablo, de doce años, le ayuda en el huerto, y la pequeña, Marta, de nueve, se queda embobada escuchando sus historias. Esas visitas nos unen como familia.
A veces pienso en lo rápido que pasa el tiempo. Papá ya no tiene la misma energía, pero su espíritu sigue fuerte. Carlos y yo tenemos claro que nunca lo dejaremos solo. Si hace falta, lo llevaremos a vivir con alguno de nosotros o contrataremos a alguien que lo asista, pero mientras él quiera seguir en su casa, respetaremos su decisión. Lo importante es que sepa que siempre estaremos ahí.
Nuestras visitas de domingo y miércoles se han convertido en una tradición. No es solo por la comida o las tareas, es nuestra manera de decirle cuánto lo queremos. Y cuando lo veo sonreír, abrazar a Lucía o dar las gracias por la cena, entiendo que estos momentos no tienen precio. La vida me ha enseñado a valorar a la familia, y doy gracias por tener un padre que, aunque los años pasen, sigue siendo nuestro pilar.