Mi hermana me regaló el vestido de la ex mujer de mi prometido.
La caja apareció una semana antes de la boda. Mi hermana Rosario la dejó en mi puerta con una sonrisa que, en retrospectiva, era más pícara que la de un gato con crema.
Te he traído algo especial para el gran día dijo, con ese brillo en los ojos que ahora reconozco como señal de travesura. Es un vestido precioso. Te sentará como un guante.
Al abrirla esa noche, me quedé sin respiración. Era una obra maestra: encaje de Almagro, azabaches cosidos a mano, una cola digna de la Reina Sofía. Justo lo que siempre había soñado, pero que jamás habría podido pagar.
Mamá, ¿eso es tu traje de novia? preguntó Lucía desde el umbral, sus ojos curiosos asomando tras sus gafas de pasta. Mi niña de ocho años, con su síndrome de Down y su radar infalible para las emociones, siempre sabía cuándo algo era importante.
Sí, cielo. Es mi vestido.
¡Es superbonito! aplaudió con sus manitas. ¡Vas a parecer una infanta!
Dos días después, la verdad salió a la luz. Fue mi futura suegra, sin mala intención, comentándolo entre sorbo y sorbo de café con polvorones:
Qué curioso que Rosario te diera ese vestido. Es clavado al que llevó Marisol cuando se casó con Javier. Bueno, cosas de la vida…
Se me heló la sangre. Marisol. La primera esposa de Javier. La que se marchó cuando nació Lucía porque “no estaba preparada para una niña especial”.
Corrí al baño y devolví el café. Las lágrimas llegaron después, calientes como el sol de agosto. Rosario sabía perfectamente lo que hacía. Siempre tuvo envidia de mi relación con Javier, siempre buscaba formas sutiles de pincharme. Pero esto… esto rozaba el sabotaje con mantilla y peineta.
Esa noche, cuando Javier llegó a casa, me encontró acurrucada en el suelo de la habitación, el vestido desplegado como un mapa de batalla.
¿Qué ocurre, reina? preguntó, su voz tan suave como el terciopelo.
Es el vestido de Marisol solté, con la voz quebrada. Rosario me lo dio a propósito.
Vi cómo se le ponía la cara más blanca que un mantel de lino. Javier casi nunca se enfadaba, pero cuando lo hacía, parecía un toro antes de entrar a la plaza.
Voy a hablar ahora mismo con tu hermana dijo, ya encaminándose hacia la puerta.
No le detuve. No servirá de nada. El daño ya está hecho.
Se sentó a mi lado y me cogió las manos, que temblaban como hojas de olivo.
No hace falta que lo uses. Venderé la moto si hace falta, pero…
¿Papá está enfadado? apareció Lucía en pijama, arrastrando a su osito Pelopín. Nuestras voces la habían despertado.
No, princesa la alzó en brazos Javier. Solo hablábamos del vestido de mamá.
¿No te gusta, mami? me miró con esos ojos que parecían dos lunas llenas.
Miré a mi hija, a este hombre que la había abrazado desde el primer día, que nunca la vio como un problema sino como un regalo. Pensé en Marisol, que había huido de esta misma niña. Y en Rosario, que quiso recordarme ese abandono con un vestido.
¿Sabes qué, Lucía? le dije, secándome las lágrimas con el dorso de la mano. Creo que sí me gusta. Es muy elegante.
¿En serio? preguntó Javier, arqueando una ceja.
Más que el jamón de pata negra me levanté, recogiendo el vestido. Rosario quería que esto fuera un recordatorio de quien nos dejó. Pero yo lo convertiré en otra cosa.
El día de la boda, al ponérmelo, volvieron las lágrimas. Pero esta vez no eran de rabia, sino de esa mezcla rara entre melancolía y orgullo que te entra al rematar una paella perfecta.
Estás preciosa, mami susurró Lucía, que había insistido en ayudarme a vestirme.
Gracias, mi vida.
Al caminar hacia el altar, vi la duda en la mirada de Javier. Él sabía que yo sabía. Sabía lo que representaba aquel vestido. Sus ojos se llenaron de lágrimas al verme llegar.
¿Seguro que quieres hacer esto? me susurró mientras el cura comenzaba.
Más seguro que el sol en julio respondí. Este vestido ya no es suyo. Ahora es mío.
Durante la ceremonia, mantuve a Lucía a mi lado. Mi niña especial, mi dama de honor improvisada, repartiendo sonrisas como si fueran caramelos mientras sostení







