¡Isabelita, hija, que no te enteras! tronaba la voz de la tía Pilar al teléfono, tapando el ruido del grifo que Isabel había abierto para preparar el baño. Ya hemos sacado los billetes, el tren llega a Madrid a las seis del sábado. No te me duermas, que tienes que recogernos. Ven con el coche, que tú tienes ese SEAT tan grande. No vamos a estar pagando taxis, están por las nubes, y venimos cargados. Y además, Nuria lleva a los niños, que ya sabes cómo son…
Isabel se quedó parada en medio de su flamante recibidor recién pintado. Hacía apenas un mes que tenía las llaves de esa nueva casa, conquistada a golpe de hipoteca y sacrificios durante años. Días de negarse a un café, años sin estrenar ni un vestido, meses de polvo y ferreterías. Ahora al fin podía permitir que la calma la arropase, saborear la soledad y mirar Madrid desde la tranquilidad de sus ventanales.
Espera, tía Pilar logró decir, cerrando el agua y yendo a la cocina, donde su infusión la esperaba. ¿Qué billetes? ¿Qué tren dices? Yo no he invitado a nadie.
Al otro lado se hizo un silencio tan denso que se podía palpar. Después vino la tormenta.
¿Cómo que no has invitado? ¿Te has dado un golpe en la cabeza? Mira, que es el setenta cumpleaños de tu tío Manolo, que vive ahí, ¿ya ni eso recuerdas? Vamos todos. Y para qué vamos a gastar en hotel si tú tienes piso nuevo. Tu madre ya me contó que es de tres habitaciones, y tú sola. Así que vamos: tu tío Paco, Nuria con su marido y los mellizos. Somos seis, sin problemas. Nos apañamos con unos colchones en el suelo, ¡si no somos marqueses!
Isabel se sentó en la banqueta de la cocina, sintiendo cómo le palpitaba la sien. Seis personas. Tía Pilar, que roncaba más que una banda de gaiteros, y se adueñaba de la cocina ajena con la soltura de una ministra. Tío Paco, que se empinaba el vino y luego salía a fumar donde no debía. Nuria, la prima, convencida de que sus mellizos de cinco años podían hacer lo que quisieran. Y su marido, serio y callado, pero de buen saque.
Tía Pilar respondió Isabel, con voz firme mirando su cocina marfil impoluta, no puedo acogeros. El piso está recién reformado y ni siquiera tengo muebles para todos. Además, trabajo este fin de semana, tengo que acabar un informe.
¡Qué tontería es esa! ¡Si es fin de semana! saltó su tía. Lo de los muebles no importa, llevamos mantas. Dormimos en el suelo. ¿Y no piensas abrir la puerta a tu tía? ¿Ya no te acuerdas de cuando te regalé aquella muñeca alemana por tu cumpleaños?
La dichosa muñeca era el clásico as en la manga de la tía Pilar. Isabel había escuchado ese argumento una y mil veces, olvidando convenientemente que la muñeca vino sin una pierna, comprada en la tienda de oportunidades. Pero en el relato familiar era casi una reliquia.
Tía Pilar, de verdad, lo comprendo, pero no. El piso es nuevo, no me veo preparada para esto, y menos en tal cantidad. Además, el tío Manolo vive en otro barrio, tardaríais una hora y media en llegar desde aquí. Os ayudo a buscar algún apartamento cerca, os mando opciones por WhatsApp.
¡Hay que ver cómo te has vuelto! gritó la tía. ¡Opciones dice! Presumida, que te has creído no sé quién porque compraste piso. ¿Ya no reconoces a la familia? Si no fuera por nosotros…
Tía Pilar la cortó Isabel, sintiendo cómo una firmeza fría la recorría. No subo el listón; tomo una decisión. No compréis billetes pensando en alojaros aquí, porque no abriré la puerta.
Colgó sin esperar la nueva retahíla de reproches. Las manos le temblaban. Sabía perfectamente lo que venía a continuación.
Y así fue. Diez minutos después llamó su madre.
¿Pero tú qué has hecho, Isabel? ni hola ni nada. Que Pilar está hecha polvo, con la tensión por las nubes. Ha llamado diciendo que las has echado de malas maneras.
Mamá, que no las he echado. Les he explicado que no puedo acoger a seis personas en la casa. ¿Te acuerdas de lo que hicieron los niños de Nuria la última vez? Le pintaron el gato a la abuela de verde y tiraron la tele por las escaleras, mientras Nuria sonreía y decía: Así exploran el mundo. Y ahora no quiero que mi piso sea su campo de pruebas.
Pero hija, es la familia dijo su madre, con la voz con la que se enseña a andar a un niño. Son sólo dos días, retiras las cosas delicadas, cubres los sofás con plástico, y todos tan contentos. Así mantienes la paz. Si no, Pilar irá contándolo por todo el pueblo. ¡Qué vergüenza me va a dar!
Mamá, a mí no me da vergüenza. ¿Por qué tengo que renunciar a mi comodidad y mis cosas para que tía Pilar no pague un hostal? Si tienen para regalos, para el tren, tienen para alojarse. No es justo.
Eres igual que tu padre, siempre pensando en él mismo suspiró su madre, dolida. Ya verás, te quedarás sola y nadie te cuidará. Algún día te arrepentirás.
No lo creo, mamá replicó Isabel. Prefiero tomarme yo misma ese vaso de agua, a tener que limpiar meses después de una invasión familiar.
Colgó el móvil y se quedó en silencio.
Toda la semana vivió en vilo. Ni un mensaje. Ni llamadas. Hasta pensó que, tal vez, lo habían entendido.
El sábado amaneció sereno. Isabel se levantó tarde. Café, albornoz de seda, y el silencio invadiendo el salón. Se preparaba a leer, pedir algo de comida japonesa y relajarse.
A las nueve sonó el telefonillo. Seco, insistente.
Sobresaltada, casi derrama el café. Miró la pantalla: ahí estaban, apiñados ante la puerta del portal las figuras bien conocidas. Bolsas de cuadros, la cara roja de tía Pilar, tío Paco con la gorra, Nuria y sus niños tocando botones a lo loco.
¡Isabel, abre la puerta, que es sorpresa! gritó la tía al ver la cámara. ¡Estamos cocidos de calor, déjanos al menos pasar a beber agua!
Isabel apoyó la espalda en la pared. Lo habían hecho: apostaron a su debilidad, a que no sería capaz de dejar a familiares a la intemperie.
Inspiró hondo, contó hasta cinco y pulsó al hablar.
Os dije que no os acercarais.
Bah, deja el espectáculo replicó la tía. Abracémonos, mujer, que somos familia. Nuria y los niños tienen que ir al baño, no me digas que nos dejes en la calle.
Tenéis una cafetería en la esquina, los baños son gratis. No voy a abrir.
¡¿Pero qué dices, niña?! Tu madre sabe que venimos y aquí estamos cargados.
Ya recibisteis los contactos de apartamentos por WhatsApp. No insistas. No voy a abrir.
Colgó y apagó el sonido del telefonillo.
Unos minutos después alguien les abrió al entrar o salir. Ahora estaban ante la puerta.
Tocaron una y otra vez, golpeando, gritando.
¡Isabel! ¡Ábrenos de una vez, que no tienes vergüenza! bramaba Nuria. ¡Los niños están muertos de cansancio!
Venga, abre, que traemos chorizos y queso masculló tío Paco.
Temblorosa, Isabel no cedió. Imaginó sus suelos recién puestos llenos de barro, muebles golpeados por las bolsas, la mezcla del humo y colonia barata. Sintió que perdería su espacio seguro.
Voy a llamar a la Policía. Si no os vais, denuncio el acoso y la invasión de domicilio.
Hubo un silencio breve.
¡Vas a matar a tu madre de un disgusto! gemía tía Pilar. ¡A la Policía, dice, contra la familia! ¡Ay, qué desgracia!
Cuento hasta tres advirtió Isabel, móvil en mano. Una.
Estás loca, mejor nos vamos musitó Nuria. Que seguro que llaman a los municipales y quedamos mal.
Dos.
¡Quédate para siempre, so ingrata! gritó tío Paco dando un golpe. ¡Podrida te quedes en tu piso!
Tres.
Tras breves protestas y llantos de niños, la familia se fue, murmurando por el rellano. Al fin el edificio volvió a la calma.
Isabel cayó al suelo, liberando la tensión entre temblores. Sabía que había puesto límites y no cedido, aunque le costase.
Al volver a conectar el teléfono, llegaron decenas de mensajes: de su madre (Estoy avergonzada de haberte criado), de tía Pilar (Ya no eres familia), de Nuria (¡Has dejado a tu madre hecha polvo!). Leyó y, aunque dolida, comprendió que explicarse era inútil.
Solo escribió a su madre: Mamá, te quiero. Pero soy adulta y en mi casa se hace lo que yo decido. Si quieres venir tú sola, avísame con tiempo y será un placer. No acepto chantajes. Hace años, tía Pilar me cerró la puerta y dormí en una estación de tren. Solo estoy devolviendo lo que recibí.
No hubo respuesta.
La vida siguió. Solo los vecinos la miraron con curiosidad durante un tiempo. Una vecina, paseando al perro, le sonrió: Menudo carácter el suyo. Bienvenida al edificio.
Al mes llamó su madre, la conversación giró en torno a la hipoteca, sin mencionar a la tía Pilar.
Las invitaciones familiares dejaron de llegar, y en el grupo de WhatsApp la eliminaron. Curiosamente, Isabel se sintió liberada: nada de regalos insulsos, ni preguntas incómodas ni opiniones no solicitadas.
Medio año después, la noche de Reyes, sonó el timbre. Era Nuria, sola y demacrada.
Hola… ¿puedo pasar? musitó, nerviosa.
Adelante, pero deja los zapatos en la entrada indicó Isabel.
En la cocina, Nuria rompió a llorar.
Me separé de Sergio. Se le fue la mano hace tiempo… Llevo a los niños con mamá y… No puedo más. Tía Pilar dice que lo aguante, que los niños tienen que crecer con padre, pero yo no puedo. Vengo solo por unos días, estoy buscando una habitación… Te prometo que no molesto.
Isabel la miró largo rato. Recordó su rabia en aquel portero automático. Pero ante ella tenía ahora a una mujer rota, no a una invasora.
No duermes en el suelo. Tienes el sofá del salón dijo finalmente. Pero hay normas. Ni niños aquí, máximo una semana, te ayudo a buscar habitación, y nada de hablar de mi vida con tía Pilar. Si te saltas algo, te vas.
Gracias murmuró Nuria. De verdad, gracias, Isa. Fui tonta. Te envidiábamos por tener tu sitio, por tu valor. Ojalá yo también…
La envidia sólo destruye, Nuria se limitó a decir Isabel. Bebe tu té. Te preparo la cama.
Cinco días después, Nuria ya tenía adónde irse. A partir de ahí, su vida mejoró: encontró trabajo, dejó a su madre y a la tía, y entre las dos nacía ahora un respeto diferente.
Tía Pilar nunca llamó, y a Isabel ya no le importó. Mientras, sentada con un libro y una copa de vino contemplando la Gran Vía iluminada, comprendió que su casa era su fortaleza. Y a veces, protegerla significa no dejar bajar el puente levadizo, aunque al otro lado te llamen hermana, hija o sobrina. Porque el respeto, como la libertad, empieza dentro de casa.







