Mi estómago gruñía como un perro callejero y mis manos se congelaban.
La ciudad estaba helada, ese frío que ni la bufanda ni los bolsillos pueden disipar. Penetra los huesos y recuerda que estás sola, sin techo, sin alimento sin nadie.
Tenía hambre.
No era el hambre de no he comido en unas horas, sino la que se instala en el cuerpo durante días, la que hace retumbar el estómago como un tambor y que da vueltas a la cabeza al agacharse de golpe. Un hambre genuina, dolorosa.
Había pasado más de dos días sin probar bocado. Solo bebí un poco de agua de una fuente pública y mordí un trozo de pan viejo que una señora me entregó en la calle. Mis zapatos se habían roto, la ropa estaba sucia y el pelo enmarañado, como si el viento me hubiera atacado.
Caminaba por una avenida llena de restaurantes elegantes. Las luces cálidas, la música tenue y las risas de los comensales formaban un mundo ajeno al mío. Tras cada ventanilla, familias brindaban, parejas sonreían, niños jugaban con los cubiertos como si nada les doliera.
Y yo me moría por un simple pedazo de pan.
Tras dar vueltas varias cuadras, entré en un restaurante cuyo aroma era una promesa. El olor a carne asada, arroz humeante y mantequilla fundida me hizo la boca agua. Las mesas estaban ocupadas, y al principio nadie me notó. Vi una mesa recién despejada, con algunos restos de comida, y mi corazón se aceleró.
Avancé con cautela, sin observar a nadie. Me senté como si fuera clienta, como si tuviera derecho a estar allí. Sin pensarlo más, cogí un trozo de pan duro que quedó en la cesta y lo llevé a la boca. Estaba frío, pero para mí era un manjar.
Introduje unas papas frías con las manos temblorosas y traté de contener las lágrimas. Luego, un trozo de carne casi seca. Lo mastiqué despacio, como si fuera el último bocado del mundo. Cuando empezaba a relajarme, una voz grave me interrumpió como un golpe:
Oye. No puedes hacer eso.
Me quedé paralizada. Tragué con esfuerzo y bajé la mirada.
Era un hombre alto, impecablemente vestido con traje oscuro. Sus zapatos relucían como espejos y la corbata caía perfecta sobre la camisa blanca. No era un camarero ni parecía un cliente cualquiera.
Lo lo siento, señor balbuceé, con la cara ardiendo de vergüenza. Solo tenía hambre
Intenté esconder un trozo de papa en el bolsillo, como si eso me librara de la humillación. Él no dijo nada, solo me observó, indeciso entre enfadarse o compadecerme.
Ven conmigo ordenó finalmente.
Yo di un paso atrás.
No voy a robar nada supliqué. Déjeme terminar y me marcho. Le juro que no haré escándalo.
Me sentía diminuta, rota, invisible. Como si no perteneciera a ese sitio, como una sombra molesta.
En vez de echarme, alzó la mano, hizo una seña al camarero y se sentó en una mesa del fondo.
Yo permanecí inmóvil, sin comprender lo que ocurría. Unos minutos después, el camarero se acercó con una bandeja y colocó delante de mí un plato humeante: arroz esponjoso, carne jugosa, verduras al vapor, una rebanada de pan caliente y un vaso grande de leche.
¿Es para mí? pregunté con voz temblorosa.
Sí respondió el camarero, sonriendo.
Levanté la vista y vi al hombre mirándome desde su mesa. No había burla en sus ojos, ni lástima, solo una calma inexplicable.
Me acerqué, con las piernas como gelatina.
¿Por qué me dio comida? susurré.
Se quitó el saco y lo dejó sobre la silla, como quien se despoja de una armadura invisible.
Porque nadie debería tener que rebuscar entre las sobras para sobrevivir dijo con firmeza. Come tranquila. Yo soy el dueño de este lugar. Y desde hoy, siempre habrá un plato esperándote aquí.
Me quedé sin palabras. Las lágrimas quemaban mis ojos. Lloré, pero no solo por el hambre; lloré por la vergüenza, el cansancio, la humillación de sentirme menor y por el alivio de saber que alguien, por primera vez en mucho tiempo, me había visto de verdad.
Regresé al día siguiente.
Y al otro.
Y al siguiente también.
Cada vez, el camarero me recibía con una sonrisa, como si fuera una clienta habitual. Tomaba el mismo asiento, comía en silencio y, al terminar, dejaba las servilletas dobladas con cuidado.
Una tarde, volvió a aparecer el hombre del traje. Me invitó a sentarme con él. Al principio dudé, pero su voz me transmitió seguridad.
¿Tienes nombre? preguntó.
Lucía respondí bajito.
¿Y edad?
Diecisiete.
Asintió lentamente y no volvió a preguntar.
Después de un rato, me dijo:
Tienes hambre, sí. Pero no solo de comida.
Lo miré desconcertada.
Tienes hambre de respeto. De dignidad. De que alguien te pregunte cómo estás y no te vea como basura en la calle.
No supe qué contestar, pero tenía razón.
¿Qué ocurrió con tu familia?
Murieron. Mi madre falleció por una enfermedad. Mi padre se fue con otra y nunca volvió. Me quedé sola. Me expulsaron de la casa donde vivía. No tenía a dónde ir.
¿Y la escuela?
La abandoné en segundo de secundaria. Me avergonzaba ir sucia. Las maestras me trataban como un bicho raro. Mis compañeros me insultaban.
El hombre asintió otra vez.
No necesitas lástima. Necesitas oportunidades.
Sacó una tarjeta de su saco y me la entregó.
Mañana ve a esta dirección. Es un centro de formación para jóvenes como tú. Ofrecen apoyo, comida, ropa y, sobre todo, herramientas. Quiero que vayas.
¿Por qué hace esto? pregunté, con lágrimas en los ojos.
Porque cuando era niño, también comí de las sobras. Alguien me tendió la mano. Ahora me toca a mí hacerlo.
Los años pasaron. Entré al centro que me recomendó. Aprendí a cocinar, a leer fluidamente, a usar la computadora. Me dieron una cama caliente, clases de autoestima y un psicólogo que me mostró que no era menos que nadie.
Hoy tengo veintitrés años.
Trabajo como responsable de la cocina en el mismo restaurante donde todo empezó. Llevo el cabello limpio, el uniforme planchado y los zapatos firmes. Me aseguro de que nunca falte un plato caliente para quien lo necesite. A veces llegan niños, ancianos, mujeres embarazadas todos con hambre de pan, pero también de ser vistos.
Y cada vez que alguien entra, les sirvo con una sonrisa y les digo:
Come tranquilo. Aquí no se juzga. Aquí se alimenta.
El hombre del traje sigue apareciendo de vez en cuando. Ya no lleva la corbata tan ajustada. Me saluda con un guiño y, a veces, compartimos un café al terminar el turno.
Sabía que llegarías lejos me dijo una noche.
Usted me ayudó a empezar le respondí, pero el resto lo logré con hambre.
Él rió.
La gente subestima el poder del hambre. No solo destruye, también puede impulsar.
Yo lo sabía bien.
Mi historia comenzó entre sobras. Pero ahora ahora cocino esperanzas.






