Mi esposo se niega a cederle a nuestra hija el piso heredado en el centro de la ciudad, aunque ella ya es universitaria y yo creo que deberíamos ayudarla; él insiste en venderlo y repartir el dinero a partes iguales entre nuestros tres hijos, pero yo pienso que sería un error—¿quién tiene razón en esta decisión familiar tan delicada y qué opción sería la más justa para todos en nuestra familia española?

Diario personal, 23 de abril

Hoy no he parado de darle vueltas a la discusión que tuve con Luis, mi marido. Resulta que, hace poco, la tía Carmen, su tía de toda la vida, le dejó en herencia un pequeño piso en el centro de Madrid. El piso, la verdad, no vale gran cosa ahora mismo porque está muy antiguo y haría falta una reforma bastante profunda para que alguien pudiera vivir allí decentemente. Nosotros tenemos tres hijos: nuestra hija mayor, Lucía, que acaba de cumplir diecinueve años y ya está en la universidad, y dos chicos, Alejandro de doce y Martín de cinco. La casa donde vivimos nos da holgura, son tres habitaciones amplias, así que los niños están bien acomodados y nunca nos hemos sentido apretados.

Mi propuesta fue que Lucía se instalara en el piso de la tía Carmen. Con la edad que tiene, me parece lo más lógico, incluso natural. Ya empieza a volverse una mujer, quizá no tarde tanto en hacer su vida, y pensé que, al menos, podríamos ponerle algo de su parte del camino más fácil. Pero Luis piensa lo contrario. Dice que sería una gran injusticia para los chicos, que deberíamos vender ese piso y repartir el dinero entre los tres cuando llegue el momento, para que ninguno se sienta menos que los otros. Y yo, sinceramente, no puedo dejar de pensar que eso es un sinsentido.

Si hacemos lo que él quiere, el dinero se quedaría guardado en una cuenta durante años, casi sin dar fruto, y luego tal vez apenas alcance para un coche modesto. Siempre he creído que más vale pájaro en mano que ciento volando ofrecer un hogar, aunque pequeño, a uno de nuestros hijos, es mucho más real que repartir un dinero etéreo del que casi no podrán sacar provecho. Ya nos preocuparíamos en un futuro de ver cómo solucionamos el tema de los chicos para que tampoco se queden atrás.

Pero Luis está convencido de que, si Lucía vive en el piso, eso generará un resentimiento con sus hermanos y terminarán enemistados para siempre. Yo, en el fondo, creo que estamos dramatizando. Alejandro y Martín son todavía pequeños y apenas entienden cómo funciona todo esto. Creo que tenemos tiempo por delante para idear algún plan para ellos y que no se sientan desplazados.

Hasta ahora, no le hemos contado nada a Lucía. Preferimos aclarar nuestras propias ideas antes de involucrarla, porque tampoco queremos ilusionarla con algo que puede que no salga adelante. Además, en el estado en el que está el piso, necesitaría una inversión importante y, francamente, ahora mismo apenas llegamos a fin de mes con lo que cuesta la vida en Madrid y el euro tan apretado.

No puedo evitar preguntarme, ¿quién tiene razón en este asunto? ¿Debería insistir en mi forma de verlo, o acepto que Luis, con su empeño en tratar a todos por igual, quizá tenga más razón de la que pienso? O tal vez existe una tercera solución que ni él ni yo somos capaces de ver y que, si alguien lo analizase desde fuera, encontraría sin esfuerzo.

A veces, la vida familiar parece un tablero de ajedrez en el que nunca sabes cuál será tu próximo movimientoEsta noche, después de acostar a los niños y ver la luz de la habitación de Lucía encendida, me quedé un rato en la cocina, sola, dejando que el silencio me envolviera. Quizá Luis y yo estamos tan empeñados en acertar como padres que hemos olvidado preguntarles a ellos lo que sienten o necesitan. Tal vez no se trata solo de repartir herencias o metros cuadrados, sino de sembrar confianza y generosidad entre nosotros, de enseñarles que, más allá de la justicia matemática, existe el amor y la flexibilidad para entender las circunstancias de cada uno.

Mañana hablaré con Lucía. Quiero saber qué desea para su vida, si se ilusiona con la independencia o si aún necesita el nido unos años más. Hablaré también con Alejandro y Martín, aunque sean pequeños, para escuchar sus voces, por ahora tan inocentes. Le propondré a Luis que pensemos juntos soluciones, en plural: quizás un pequeño préstamo para la reforma, un plan de ahorro para los hermanos, o convertir el piso en algo más que un bien a repartir, en un proyecto familiar.

Esta herencia inesperada nos ha agitado, sí, pero también nos invita a mirar de frente quiénes queremos ser como familia. Quizá esté ahí la respuesta: no en lo que se reparte, sino en cómo seguimos juntos, escuchándonos y reparando, poco a poco, lo que haga falta, empezando por nosotros mismos. Al final, supongo que la mayor herencia de todas serán siempre esos lazos que, pase lo que pase con un piso viejo, ni el tiempo ni el dinero podrán romper.

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MagistrUm
Mi esposo se niega a cederle a nuestra hija el piso heredado en el centro de la ciudad, aunque ella ya es universitaria y yo creo que deberíamos ayudarla; él insiste en venderlo y repartir el dinero a partes iguales entre nuestros tres hijos, pero yo pienso que sería un error—¿quién tiene razón en esta decisión familiar tan delicada y qué opción sería la más justa para todos en nuestra familia española?