Mi esposo salva a todos menos a su familia.

Me llamo Rocío, y llevo seis años casada. Mi marido, Adrián, es un hombre servicial, trabajador, con manos de oro y un corazón bondadoso. Todo sería perfecto si ese oro no se repartiera en migajas a toda su parentela, menos a su propia familia.

Adrián tiene una familia extensa: su madre, un hermano, dos tías, primas y hasta parientes lejanos. Todos, sin falta, tienen algún problema que solo él puede resolver. Y nunca puede esperar: siempre es urgente. A medianoche. El día de nuestro aniversario. Cuando nuestro hijo tiene fiebre.

Antes de casarnos, sabía que era apegado a su familia, pero la verdadera magnitud de su “devoción familiar” la descubrí al mudarnos a su pueblo natal. Heredamos un piso modesto de su abuela. Sus parientes prometieron ayudarle a encontrar trabajo, y acepté sin pensarlo. Dos meses después, nos casamos.

Al principio, achacaba sus idas y venidas a los preparativos de la boda y al ajetreo de instalarnos. Pero luego, todo empeoró. Adrián podía pasar la mañana arreglando el huerto de su madre, luego ir veinte kilómetros para ayudar a su hermano a reparar el tejado, y por la noche, conducir a su tío a la farmacia. Al día siguiente, caía rendido, quejándose del cansancio, y yo intentaba mimarlo: desayuno en la cama, silencio, comodidad. Pero en cuanto recuperaba un poco de energía, sonaba el teléfono. Y otra vez salía corriendo.

Callé. Aguante. Esperé que cambiara. Que entendiera que ahora tenía una familia, un hogar con sus propias necesidades. Pero no. Toda su energía se iba allí. Y yo me las arreglaba sola: limpiando, pintando las paredes, moviendo muebles, resolviendo averías. El técnico que instaló el lavavajillas lo llamé yo, porque él nunca tenía tiempo.

No le grité. Hablé con calma. Le recordé que era su esposa, no una compañera de piso. Asentía, me besaba las manos, me pedía comprensión y casi se ponía a llorar, diciendo que no podía negarse a su familia.

Cuando me quedé embarazada, pensé que todo cambiaría. Por fin me sentí importante. Me cuidaba, me llevaba las bolsas, cocinaba, me acompañaba al médico. Nos acercamos de verdad. Pero al mes… todo volvió a ser igual. En cuanto se me pasaron las náuseas, ahí estaban otra vez: la tía, el hermano, la madre con su grifo roto, y solo Adrián podía salvarlos.

—Ahora les ayudo yo— se justificaba—. Y cuando lo necesitemos, ellos nos ayudarán a nosotros.

Pero en todos estos años, nadie lo ha hecho. Cuando nació nuestro hijo, Adrián estuvo presente el primer mes. Luego, desapareció de nuevo. Me despertaba sola, me acostaba sola. Sacaba el carrito sola. Él estaba en la obra del tío, haciendo recados para la tía, ayudando a su prima a mover un armario. Le llamaban a cualquier hora, y salía disparado. Cuando se nos estropeó la lavadora, el primo fontanero “no encontró hueco”, y tuve que llamar a un profesional.

¿Y saben lo más triste? Cuando se reúne toda su familia, lo alaban: “¡Qué buen chico! ¡Un sol de hombre! ¡Sabe hacer de todo!”. Y yo sonrío, forzada, porque ellos ven a un héroe, y yo vivo con un hombre que no tiene tiempo ni fuerzas para mí.

Intenté hablar con él. Solo se encogía de hombros:

—Tus problemas son imaginarios. Lo tienes todo. ¿Qué más quieres?

Lo que quiero es simple: que esté en casa. Que vea crecer a su hijo. Que nosotros también tengamos “emergencias” a las que no pueda decir “luego”. Que no me sienta como un mueble en la vida de mi propio marido.

A veces siento que soy una sombra. Una mujer que le pone la cena y lo despide en silencio hacia su próximo “acto heroico”. Y al parecer, a él le basta.

A mí ya no….

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Mi esposo salva a todos menos a su familia.