«¿Qué has dicho?» Ana se quedó petrificada, sintiendo un escalofrío en el interior. Sergio estaba junto a la puerta, agarrando con fuerza un manojo de llaves. Su rostro, normalmente alegre, se había convertido en una máscara de irritación.
«No puedo seguir viviendo así», repitió con un tono vacío de emoción. «Ni yo ni mi madre aguantamos más. Haz las maletas y llévate a los niños a Valdeperales. La casa de la abuela sigue en pie, con el tejado intacto. Os las arreglaréis de alguna manera».
Ana lo miró como si fuera un desconocido. Diez años de vida juntos, tres hijos y ese veredicto. Un pueblo moribundo, donde solo quedaban unas pocas casas, sin tiendas y ni siquiera carreteras decentes.
«¿Por qué?», empezó, pero él la interrumpió.
«Porque estoy harto», dijo Sergio, apartando la mirada. «De los reproches constantes, de los lloriqueos, de que te pases el día en casa con los niños. Mi madre tiene razón: te has convertido en una gallina cloqueante. Ya no reconozco a la mujer con la que me casé».
Las lágrimas le quemaban la garganta, pero Ana las contuvo. Detrás de la pared dormían los niñosLucía y Mateoy el mayor, Adrián, probablemente lo había oído todo.
«¿Dónde voy a trabajar? ¿De qué vamos a vivir?», preguntó con un hilo de voz. Sergio tiró un sobre sobre la mesa.
«Ahí hay dinero para los primeros tiempos. Y los documentos de la casaestá a tu nombre desde hace años. Si eres tan independiente, demuéstralo ahora».
Dio media vuelta y, sin decir nada más, salió de la habitación. Un minuto después, la puerta de entrada se cerró de golpe.
Ana se dejó caer lentamente en una silla. Un recuerdo absurdo le daba vueltas en la cabeza: *”Le preparé su tarta de manzana favorita. Para desayunar”*.
La casa los recibió con un frío mohoso. Ana entró cargando a una somnolienta Lucía y sintió que el corazón se le encogía. Aquí había pasado parte de su infancialos veranos con la abuela, el olor a pan recién hecho, las hierbas en el desván, las manzanas en la bodega. Ahora solo había polvo, telarañas y un regusto a abandono.
Adrián, serio más allá de sus años, entró y abrió las contraventanas. Por los cristales sucios se colaban los rayos del sol de abril, iluminando las motas de polvo en el aire.
«Aquí hace frío», se quejó Mateo, abrazándose a sí mismo.
«Encenderemos la chimenea pronto, entrará calor», intentó sonar segura. «Adrián, ¿me ayudas?». El chico asintió sin mirarla. Llevaba en silencio desde que escuchó la última conversación de sus padres.
Por suerte, la vieja chimenea aún funcionaba. Cuando las llamas empezaron a lamer los troncos de encina y el calor llenó la habitación, Ana sintió un poco de alivio.
«Mamá, ¿nos quedaremos aquí mucho tiempo?», preguntó Mateo, examinando unas fotos antiguas en la pared.
«No lo sé, cariño», respondió con sinceridad. «Primero nos instalaremos, luego decidiremos».
Pasaron la primera noche todos juntos en la gran cama de la abuela. Los niños se durmieron rápido, agotados por el viaje. Y Ana se quedó despierta, mirando al techo, preguntándose cómo había llegado a ese destino.
Por la mañana, liberándose del abrazo de los niños dormidos, salió al patio. El terreno estaba lleno de maleza. Los manzanos, que antes daban buenas cosechas, ahora estaban retorcidos, con ramas rotas. El viejo granero se inclinaba peligrosamente, y el pozo estaba cubierto de musgo.
Ana inspeccionó su nuevo dominio y, para su sorpresa, soltó una risa amarga y desesperada. Aquí estaba. Su herencia. Su nuevo comienzo.
Los primeros días en el pueblo parecían una pesadilla sin fin. Cada mañana se despertaba esperando encontrarse en el piso de la ciudad, escuchando el ruido de la cafetera y la voz de Sergio.
«Mamá, ¿cuándo vendrá papá a buscarnos?», preguntó Lucía, acostumbrada a los paseos dominicales con su padre.
«Pronto, cielo», respondió Ana, sin saber cómo explicarle algo que ni ella entendía.
El teléfono permanecía en silencio. Sergio ignoraba sus llamadas. Una vez, llegó un mensaje breve: *”Tienes todo lo necesario. Dame tiempo”*.
Tiempo. ¿Qué esperaba? ¿Que se daría cuenta de lo mal que estaba sin su familia? ¿O que, al contrario, los borraría por completo de su vida?
Para el final de la primera semana, quedó claro que el dinero que Sergio había dejado no duraría mucho. La chimenea necesitaba arreglos, el tejado got







