Mi Esposo Lloró Cuando Dije Que el Bebé Podría Ser de Otro — Yo Dije ‘Al Menos No Es Tuyo’

Mi marido lloró cuando le dije que el bebé podría ser de otro — y yo añadí: «Al menos no es tuyo»

No entiendo por qué los hombres lloran por el ADN. Él sabía que no era precisamente célibe cuando nos conocimos. ¿Y ahora soy la mala por decirle que el niño podría no ser suyo? Por favor. Al menos tuve la decencia de decírselo antes de que lo descubriera con una prueba de paternidad. La verdad, pensé que se sentiría aliviado. O sea, ¿has visto sus fotos de bebé?

Adrián empezó a hacer planes sobre enseñar a nuestro hijo a montar en bici y jugar al fútbol, y comprendí que debía bajarle las expectativas antes de que se ilusionara con escenarios que quizá nunca ocurrirían. Así que dejé el móvil, lo miré fijamente y le solté con la mayor suavidad posible: «Hay posibilidades de que el bebé no sea tuyo».

El silencio que siguió fue ensordecedor. La tablet de Adrián se le escapó de las manos y cayó sobre la mesa del salón. Me miró como si acabara de confesar que era un extraterrestre disfrazado de humana. Abrió y cerró la boca varias veces, pero no salió ni un sonido.

Esperé a que asimilara mis palabras, imaginando preguntas sobre fechas, detalles o nuestro matrimonio. Pero, en vez de eso, se le llenaron los ojos de lágrimas y empezó a llorar. No gritó ni hizo un drama, solo lágrimas silenciosas que le corrían por la cara como si le hubiera roto algo esencial.

«¿Qué quieres decir?», susurró con la voz quebrada, como un adolescente. «¿Qué estás diciendo, Lucía?».

Puse los ojos en blanco y me recosté en el sofá. Justo esta reacción dramática era lo que quería evitar siendo sincera. «No actúes como si hubiera matado a alguien», dije, intentando sonar razonable. «Al menos no es tuyo».

La expresión de Adrián pasó del dolor a la confusión absoluta. «¿Qué coño significa eso? ¿Cómo se supone que eso me hace sentir mejor?».

Le expliqué que, si el bebé no era suyo, no tendría que preocuparse por transmitir los antecedentes familiares de ansiedad y depresión. Ni por el alcoholismo de su padre o la diabetes de su madre. Sería un lienzo en blanco, genéticamente hablando.

Adrián se secó los ojos con el dorso de la mano y soltó la pregunta que temía: «Entonces… ¿de quién es?».

Le dije que no estaba preparada para entrar en detalles, que lo importante era mirar hacia adelante. Teníamos un bebé en camino, que era lo que él siempre había querido. ¿Qué más daba el ADN?

«¿Acaso importa?», pregunté, sinceramente desconcertada. «Tú eras el que quería hijos. Te lo estoy dando. ¿Por qué el ADN es tan importante?».

Adrián se levantó y empezó a pasear por el salón como un animal enjaulado. Se agarraba el pelo y murmuraba cosas ininteligibles. Cuando le pedí que hablara claro, se giró y dijo: «¿Me estás diciendo que llevas meses mintiéndome?».

Le corregí: no eran mentiras, sino gestión de información. Le había dicho que estaba embarazada—eso era cierto—. Dejé que asumiera que era el padre por no crear un drama innecesario.

«¿Cuándo pasó esto?», preguntó, alzando la voz. «¿Cuándo estuviste con otro?».

Me negué a darle una cronología exacta. Lo relevante era que ahora estábamos casados y comprometidos, y tendríamos un bebé, sin importar la biología. Le sugerí centrarnos en la llegada del niño en vez de remover el pasado.

Adrián soltó una risa amarga. «¿Pasado? Quieres decir que me engañaste. Que te acostaste con otro estando casados y te quedaste embarazada».

Señalé que la palabra «engañar» era demasiado dura. Había tenido una conexión con alguien en un momento difícil de nuestro matrimonio. No fue premeditado, solo ocurrió cuando me sentía abandonada en casa.

«¿Momento difícil? ¿Cuándo te abandoné?», repitió.

Le recordé aquella primavera en la que trabajaba hasta tarde cada día y apenas nos veíamos. Estaba estresado con un proyecto y se desconectó de la relación. Yo me sentí sola, y cuando alguien me mostró interés, respondí a esa atención.

Adrián me miró como si hablara en otro idioma. «¿Te refieres a cuando trabajaba en el proyecto Martín? Cuando h«Sí, cuando sacrificabas nuestro presente por un futuro que ahora nunca tendremos», respondí, y en ese momento, mientras las sombras del atardecer se extendían por la habitación, comprendí que algunas heridas ni el tiempo ni las palabras podían cerrar.

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