Mi marido es un rey del sofá, mientras que el vecino es todo un héroe. ¿Por qué la vida es tan injusta?
Tengo solo veintiocho años y mi esposo treinta y siete. Somos una pareja joven con dos hijos maravillosos. Y aunque vivimos en el siglo XXI, a veces siento que hemos retrocedido al pasado más tradicional. Mi Álvaro tiene ideas anticuadas: el hombre debe ser el proveedor y la mujer la que cocina y saca la basura. ¿No es absurdo?
Cuando nos casamos, esperaba que fuéramos compañeros en todo: en la vida, en la casa, en el cuidado de los niños. Que nadie pusiera etiquetas como “eso no es tarea de hombres” o “tú puedes solita”. Pero, desgraciadamente, mi Álvaro cree que es indigno de su parte coger un trapo o encender la lavadora. No le importaría quitar el polvo una vez al mes si se lo pido con mucha insistencia. Pero preparar el desayuno para los niños es inimaginable. Como si la sartén fuera a mordisquearlo.
En este contexto, no puedo dejar de contar sobre alguien que me causa verdadera admiración: nuestro vecino. Sí, un chico cualquiera que vive en el mismo edificio. Se llama Fernando.
Fernando y Laura son una pareja joven, rondando los treinta, que vive en el piso de arriba. Laura es una mujer de negocios, segura de sí misma. Trabaja en una gran empresa internacional, ocupa un alto cargo y conduce un coche lujoso. Siempre elegantemente vestida, confiada y ocupada.
Fernando, por su parte, ahora está sin trabajo. ¿Y qué hace? ¡Es un padre y marido maravilloso! Cuando nació su bebé, él no se refugió en la bebida ni detrás del televisor. Se fue… de baja por paternidad. ¡Exacto, él!
No imagináis cómo se las arregla. Por la mañana lleva el carrito del bebé, luego prepara papillas, lava la ropa del pequeño, limpia la casa y prepara el almuerzo. Es como un superhéroe con delantal. Y su hijo lo mira siempre con una sonrisa en los ojos. Fernando no sueña con estar en otro sitio, vive entregado a su familia.
Y Laura, al llegar del trabajo, siempre lo saluda con una sonrisa. Los veo y no puedo evitar sentir un poco de envidia. Parecen sacados de una postal sobre el matrimonio perfecto: enamorados, respetándose mutuamente, tomando decisiones juntos desde el cuidado del bebé hasta los planes de vacaciones.
Un día, al verlo fregar el suelo mientras cantaba una canción de cuna al bebé, sentí un pinchazo en el corazón. No porque mi marido sea malo, sino porque él no quiere ser así. Considera que cuidar de la casa no es cosa de hombres.
A veces trato de insinuar a Álvaro: fíjate cómo Fernando pasea con su hijo o cómo prepara la cena. Y él solo resopla y dice: “Bueno, que lo haga si no tiene nada mejor que hacer”. O “Laura lo dejará pronto, las mujeres se cansan de hombres así”. Y me entran ganas de gritar.
Es triste y gracioso: ¿acaso cuidar es una debilidad? ¿Amar significa solo pagar las facturas?
No espero que Álvaro prepare cenas gourmet o borde cojines. Solo deseo que alguna vez diga: “Yo me encargo, descansa”. O me sorprenda con un desayuno en la cama una vez a la semana. O simplemente coja a la pequeña en brazos y diga: “Ve a dormir un poco”. Pero no. Él cree que eso es la misión de una mujer y que él es el sustento.
Por ello, cuando veo a Fernando, me dan ganas de aplaudirle. No porque sea mejor que mi marido, sino porque es diferente. Porque sabe amar con hechos y no solo con palabras. Porque no teme ser “diferente” de lo que le enseñaron de pequeño. Porque tuvo el valor de ser una buena persona.
Quizás algún día mi Álvaro entienda que el amor no es solo ganar dinero, que la felicidad de una mujer no es solo recibir flores el 8 de marzo, sino atención todos los días. Mientras tanto, solo rezo para que mis hijos tengan un padre como Fernando es para su hijo.
Porque la verdadera hombría no está en la fuerza de los brazos, sino en la fuerza del corazón. Y, lamentablemente, no todos aprendieron eso.