Mi esposo afirmó que no tengo valor en este hogar

—¿Pero tú quién te crees que eres para darme órdenes? —gritó Antonio, girándose bruscamente frente a la nevera con una lata de cerveza en la mano—. ¡En esta casa no eres nadie! ¿Entendido?

Isabel estaba frente a los fogones, removiendo una olla de cocido, y sentía cómo le temblaban las manos. El cucharón chocó contra el borde de la cazuela con un tintineo.

—¿Nadie? —repitió ella en voz baja—. ¿Acaso no soy tu mujer?

—¡Mujer! —bufó él mientras abría la lata—. Mujer, la que quieras. Eres la asistenta, eso es lo que eres. Y además, no muy buena.

Isabel apagó el fuego y se volvió hacia su marido. Cuarenta y tres años de matrimonio. Cuarenta y tres años cocinándole, lavándole las camisas, planchándole los pantalones. Criando a sus hijos mientras él ascendía en el trabajo.

—¿Asistenta, dices? —su voz se volvió más firme—. ¿Quién te lava las camisas? ¿Quién cocina, limpia y cuida de tu madre?

—¡Esa es tu obligación! —Antonio golpeó la lata contra la mesa—. Yo traigo el dinero, pago la hipoteca, ¿y tú? ¿Haces cocido? Cualquier mujer sabe hacer eso.

—Cualquier mujer —repitió Isabel. Algo dentro de ella pareció quebrarse—. Ya veo.

Se quitó el delantal y lo colgó en el gancho. Antonio terminaba la cerveza, de espaldas a ella.

—Así que cualquier mujer —murmuró para sí—. Ya veremos.

Entró en el dormitorio y sacó una vieja maleta del armario. Antonio oyó el ruido y asomó la cabeza.

—¿Qué haces?

—Preparo mis cosas —respondió ella con calma, doblando su ropa—. Si aquí no soy nadie, entonces no tengo por qué quedarme.

—¿Adónde crees que vas? —frunció el ceño.

—A casa de Lucía. Me quedaré un tiempo.

Lucía era su hermana pequeña. Vivía sola en un piso de dos habitaciones y trabajaba como enfermera en un centro de salud.

—Venga, no seas tonta —Antonio hizo un gesto de desprecio—. ¿Quién va a cocinar?

—¿Acaso importa? —cerró la maleta—. Dijiste que cualquier mujer sabe hacerlo. Búscate una cualquiera.

Antonio la miró, confundido, mientras ella se ponía el abrigo.

—Isabel, no seas melodramática. No lo dije con mala intención.

—Claro que no —se abrochó el abrigo—. Solo dijiste la verdad. No soy nadie en esta casa.

—¡Que no es para tanto! —su voz subió de tono—. ¿Quién te ha dado permiso para irte?

Isabel se detuvo en la puerta y lo miró.

—Nadie. Me lo he dado yo. ¿O acaso tampoco tengo derecho a eso?

Salió del piso, dejando a su marido boquiabierto.

Afuera, el aire fresco de octubre envolvía las calles. Isabel subió al autobús rumbo a casa de su hermana. El teléfono sonó varias veces, pero no contestó.

Lucía abrió la puerta en bata y zapatillas.

—¡Isabel! ¿Qué ha pasado? —sus ojos se posaron en la maleta.

—¿Puedo quedarme contigo unos días?

—Por supuesto, pasa. ¿Qué ocurre?

Se sentaron en la cocina. Lucía preparó café. Isabel le contó la discusión.

—¿Se ha vuelto loco? —exclamó Lucía—. ¿Después de tantos años?

—Imagínate —Isabel se enjugó una lágrima—. Toda mi vida volcada en él, en los niños. Y ahora dice que cualquiera puede hacerlo.

—Pues que busque a esa cualquiera —gruñó Lucía—. A ver cuánto dura sin ti.

El teléfono volvió a sonar. Era Antonio.

—No contestes —le aconsejó Lucía—. Que reflexione.

Isabel dejó el móvil sobre la mesa y no respondió.

A la mañana siguiente, despertó en el sofá del salón. Lucía ya se preparaba para trabajar.

—Quédate el tiempo que necesites —dijo—. Tengo llaves de sobra.

Isabel se quedó sola en el piso ajeno. Le resultaba extraño no tener prisa. En casa, a esa hora, ya habría preparado el desayuno, planificado el día.

El teléfono seguía en silencio. Quizás Antonio esperaba que volviera por su propio pie.

Hizo café y se sentó junto a la ventana. Una extraña mezcla de tristeza y alivio la invadía. Cuánto tiempo sin un desayuno en silencio, sin pensar en qué cocinarle a él.

Al mediodía, su hija mayor, Marta, llamó.

—Mamá, papá me ha contado. ¿Os habéis peleado?

—Sí.

—¿Por qué?

—Dijo que no soy nadie en esa casa. Que solo soy la asistenta, y mala.

—¡Eso es inaceptable!

—Pues así fue. La verdad duele.

—¿Qué verdad? ¡Tú lo has dado todo por esta familia!

—Eso creía yo. Pero al parecer, solo era la criada.

Marta guardó silencio.

—¿Dónde estás ahora?

—En casa de tía Lucía.

—¿Y cuánto piensas quedarte?

—No lo sé. Quizás busque trabajo. Si solo sirvo para eso, al menos me pagarán.

—No digas tonterías —su voz tembló—. Sois adultos, arregladlo.

—¿Arreglar qué? Él dijo lo que piensa. No soy nadie allí.

—Mamá, papá estaba alterado. Seguro que no lo decía en serio.

—Ajá. Y yo llevo cuarenta y tres años sin alterarme.

Marta suspiró.

—Hablaré con él. Pero piensa, ¿merece la pena romper una familia por una frase?

—¿Una frase? —Isabel negó con la cabeza—. Es la primera vez que lo dice en voz alta.

Esa noche, Lucía llegó cansada del hospital.

—¿Qué tal? —preguntó, colgando la bata.

—Bien. Marta llamó.

—¿Y?

—Quiere que me reconcilie con tu cuñado.

Lucía se sentó junto a ella.

—¿Tú qué piensas?

—No lo sé —respondió con honestidad—. Quizás tenga razón. Quizás no valga para más.

—¡Isabel, por Dios! —le cogió las manos—. Eres una esposa y madre maravillosa. Si no lo ve, es un necio.

—Fácil decirlo —murmuró—. Tengo sesenta y siete años. ¿Adónde iré?

—No lo sé, pero vivir con quien no te respeta tampoco es vida.

Al día siguiente, Isabel volvió a casa por más ropa. Antonio estaba trabajando. El piso parecía distinto.

Platos sucios en el fregadero. Migas en la mesa. La cama sin hacer. Solo dos días sin ella, y ya era un caos.

Recogió sus cosas y se disponía a marcharse cuando la puerta se abrió. Era Antonio.

—Ah, estás aquí —dijo, sin mirarla—. ¿Vas a cocinar algo?

—No. Al fin y al cabo, no soy nadie aquí.

—Venga ya —hizo un gesto de fastidio—. ¿Hasta cuándo con esto? No iba en serio.

—¿No? —Isabel se detuvo—. ¿Y cuándo dices la verdad?

—Estaba cansado, se me fue la lengua.

—Claro. Y cuando estás fresco, ¿me tratas como a una reina?

Antonio torció el gesto.

—¿Qué tonterías dices? Eres mi mujerAl fin, comprendió que ser “nadie” en aquel hogar había sido su mayor liberación, y cuando Antonio llamó otra vez, dejó el teléfono sonar hasta que el silencio lo cubrió todo.

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Mi esposo afirmó que no tengo valor en este hogar