Tengo 44 años y crecí en una familia que muchos envidiarían. Padres dedicados —ambos médicos con consultas privadas en un pueblo cercano a Toledo— y un hermano que fue mi compañero de aventuras desde la infancia. Un cuadro de felicidad donde cada día transcurría entre risas y apoyo incondicional. Todo cambió cuando apareció ella: la mujer que trastocó mi universo y lo fracturó en pedazos.
Conocí a Lucía en primer curso de la universidad. Era mi antítesis absoluta. Huérfana criada en un centro de acogida hasta que una familia la adoptó a los diez años. Su dicha duró poco —el divorcio de sus padres adoptivos la dejó con una madre alcohólica y un padre ausente—. Forjó su carácter entre privaciones, graduándose con matrícula de honor mientras trabajaba en dos empleos. Esa resiliencia me hipnotizó.
Nuestro idilio fue perfecto hasta que la llevé a mi casa familiar. Lucía, acostumbrada a la austeridad, observó nuestra casa señorial en Guadalajara con desdén disimulado. Esa noche, durante una discusión, estalló: «Sois unos pijos mimados viviendo en vuestra burbuja». La frase me atravesó, pero excusé su amargura por el pasado difícil. Superamos aquello, aunque la grieta ya existía.
Antes de la boda, mis padres ofrecieron pagar la celebración. Lucía se enfureció: «¡No les debo nada!». Negocié en secreto: ellos me dieron el dinero sin que ella lo supiera. La boda fue espléndida, y ella se enorgullecía de nuestra «independencia». Yo callé, protegiendo su fantasía.
Al anunciar el embarazo, mis padres llegaron con regalos: vestiditos y zapatitos de bebé. Lucía sonrió cortésmente, pero después espetó: «Nada más de tus padres». Mentí diciendo que no necesitábamos ayuda. La tormenta estalló cuando trajeron un carrito costoso que habíamos visto en El Corte Inglés. Lucía palideció: «¡Devuélvelo!». Discutieron ferozmente. Esa noche, rompió aguas prematuramente. «Es su culpa», acusó. Por primera vez, la contradije.
Me dio un ultimátum: elegir entre ella y nuestra hija, renunciando a mi familia y herencia, o el divorcio. Escogí lo imposible: corté lazos con mis padres y hermano. Nos mudamos a Zaragoza.
Doce años después, soy profesor de instituto contando euros hasta fin de mes. Vivimos con austeridad porque Lucía rechaza hasta la ayuda de vecinos. La ira la consume —odia al mundo por no darle lo «merecido»—. Lo que admiré se convirtió en veneno.
Pienso en divorciarme. Mis hijas ya comprenden. Cometí un error catastrófico: confundir orgullo tóxico con fortaleza. Ahora contemplo los escombros de mi vida, preguntándome cómo pude sacrificar tanto por quien desprecia hasta la sombra de la felicidad.