Mi esposa es una persona en público, pero en casa se convierte en alguien completamente diferente.
He decidido compartir mi dolor, un dolor que lleva años atormentándome.
Mi esposa tiene dos caras. En la sociedad, es amable, educada y radiante. Pero, tan pronto como se cierran las puertas de nuestro hogar, se transforma en otra persona.
En público sonríe, habla con un tono suave y no escatima en elogios. Es cortés, bondadosa y comprensiva. Todos la admiran.
Mis amigos me envidian, dicen: “¡Qué suerte tienes con tu esposa, es un sueño!”
Y yo solo quiero gritar.
Porque nadie ve cómo se comporta en casa.
Detrás de esas puertas cerradas, la realidad es muy diferente.
Todo cambia en casa.
Me habla de forma grosera, como si no fuera su esposo, sino un sirviente cualquiera.
Me reprocha cualquier cosa: si un plato está fuera de lugar, si llego tarde del trabajo, o si olvido comprar algo del mercado.
Su forma más cariñosa de dirigirse a mí es llamarme “idiota” o “tonto”.
De elogios, de oír una palabra amable, ni siquiera me atrevo a soñar.
La recuerdo diferente.
A veces me pregunto: ¿por qué lo tolero?
Pero luego recuerdo cómo era cuando comenzamos a salir.
En aquel entonces, era la mujer más dulce, más atenta y más femenina.
Me miraba con ojos llenos de amor, su voz sonaba con ternura, sabía cómo animarme y darme confianza.
En ese momento, creía haber encontrado la felicidad.
Pero, al parecer, en ese entonces yo era solo un “extraño” para ella.
Ahora, cuando tiene la certeza de que no me iré, ha dejado caer la máscara.
Un intento de huir
Una vez decidí enseñarle una lección.
Reuní mis cosas, tomé a los niños y me fui a casa de mi hermana.
Cuando ella llegó a casa y no nos encontró, el miedo la invadió. Comenzó a llamarme, tratando de averiguar dónde estábamos y qué había sucedido.
Los niños me contaron que caminaba nerviosa por la casa, no podía quedarse quieta. Sus manos temblaban, y parecía desorientada.
Llamó a todos nuestros amigos con un tono asustado.
Finalmente, cuando respondí al teléfono, la escuché llorar.
— Vuelve —fue lo único que dijo.
Regresé.
Esa noche no me dejó solo ni un momento.
A la mañana siguiente me prometió que todo cambiaría. Que sería más amable, y que volvería a escuchar palabras cálidas de su parte.
Le creí.
Pero tan pronto como la vida volvió a la normalidad, todo se repitió.
¿Aceptar o marchar?
Me da vergüenza admitirlo, pero no sé qué hacer ahora.
¿Irme?
Sí, pero en casa hay comida, el frigorífico siempre está lleno, las cuentas pagadas. Los niños están alimentados y vestidos.
¿Quedarme?
Pero entonces tendría que vivir en un ambiente sin calor, sin cariño, sin siquiera un simple respeto.
Quizás estoy destinado a vivir sin amor.
Pero, quizás, eso sea lo menos malo.