Mi esposa desapareció hace 15 años, cuando salió a comprar pañales. La semana pasada la vi en un supermercado, y lo primero que dijo fue: “Tienes que perdonarme.”

 

Nunca olvidaré ese día.

Era tarde cuando Laura se puso la chaqueta, me besó en la mejilla y dijo:

— Vuelvo enseguida, solo voy a comprar pañales.

Nuestra hija, Sofía, era muy pequeña en ese entonces, y llevábamos una vida sencilla y tranquila. Laura era una madre cariñosa, una esposa amorosa. Nada presagiaba la tragedia que estaba por venir.

Salió… y nunca regresó.

La esperé una hora, luego dos, luego toda la noche. Llamé a los hospitales, a la policía, a todos nuestros conocidos. Su coche fue encontrado tres días después, abandonado en el estacionamiento del supermercado. No había señales de violencia, ni una nota, nada. Simplemente había desaparecido.

La policía nunca encontró pistas. Algunos pensaban que se había ido por su propia voluntad, otros creían que había sido víctima de un crimen. Y yo… yo no sabía en qué creer.

Pasaron 15 años.

Aprendí a vivir sin ella. Sofía creció, se convirtió en una hermosa joven, pero nunca dejó de preguntar por su madre.

— ¿Crees que sigue viva? — me preguntaba a veces.

No sabía qué responderle.

Y entonces, la semana pasada, la vi.

Simplemente ahí, entre los estantes del supermercado.

Me quedé paralizado.

Apenas había cambiado: el mismo cabello, solo con algunas hebras grises, los mismos ojos… pero había algo diferente en ella.

Cuando me vio, su mano tembló; casi dejó caer la caja de jugo.

Y lo primero que dijo fue:

— Tienes que perdonarme.

Miles de preguntas gritaban en mi mente.

— ¿Perdonarte?! Desapareciste, me dejaste solo con un bebé, ¡sin decir una sola palabra! ¿Dónde has estado?

Laura cerró los ojos y respiró hondo.

— Por favor, escúchame.

Me quedé en silencio.

Sacó su teléfono, buscó algo rápidamente y me mostró una foto.

En la pantalla, ella, acostada en una cama de hospital. Pálida, con tubos delgados conectados a sus brazos.

Sentí que todo dentro de mí se desplomaba.

— ¿Qué…?

— No me fui. Me secuestraron.

Comenzó a contar su historia.

Esa noche, cuando salió a comprar pañales, un hombre se le acercó. Sonrió y le preguntó por una dirección. Y luego… todo se volvió negro.

Despertó en un lugar desconocido: una pequeña habitación sin ventanas, con una sola bombilla colgando del techo.

No sabía por qué estaba allí. No sabía qué querían de ella. Intentó escapar, pero fue imposible. Lo único que la ayudaba a no volverse loca eran sus pensamientos sobre Sofía.

— Pensaba en ustedes todos los días. En cómo le enseñabas a caminar, en cómo crecía…

Cerré los ojos. No sabía qué era peor: perderla o darme cuenta de que todos esos años había estado allí… prisionera.

— ¿Cómo lograste escapar? — pregunté finalmente.

Laura apretó los labios.

— Un día, había menos de ellos. Alguien me ayudó a escapar. Me llevaron al hospital. Me tomó mucho tiempo recuperarme. Pensé que no lo lograría… que ya no estarían aquí.

— ¿Por qué no nos buscaste?

Suspiró.

— Tenía miedo. Miedo de que me odiaras. Miedo de que Sofía no quisiera verme.

Nos quedamos de pie entre los estantes de pasta, y entre nosotros colgaban 15 años de dolor.

— ¿Dónde vives ahora? — pregunté en voz baja.

— En un refugio para mujeres, — desvió la mirada. — No tengo a nadie… solo a ustedes.

Respiré hondo.

— Sofía tiene que saberlo.

Cuando Sofía la vio, se quedó inmóvil.

Pasaron unos segundos… y luego corrió a los brazos de su madre.

Ambas lloraban.

Las miré y entendí: nunca recuperaremos esos 15 años.

Pero tal vez, solo tal vez, podamos empezar de nuevo.

Y esa era la única decisión correcta.

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MagistrUm
Mi esposa desapareció hace 15 años, cuando salió a comprar pañales. La semana pasada la vi en un supermercado, y lo primero que dijo fue: “Tienes que perdonarme.”