**12 de octubre, 2024**
Mi esposa Clara falleció hace cinco años. Crié a nuestra hija Lucía sola. Fuimos a la boda de mi mejor amigo Lucas para celebrar un nuevo comienzo.
El salón de la boda brillaba con luces cálidas, ese tipo de resplandor que suaviza las aristas y lo envuelve todo en un aura romántica. Lucía, con sus diez años, apretaba mi mano mientras caminábamos hacia las filas de sillas blancas. Tenía los grandes ojos avellana de su madre y el mismo pequeño pliegue entre las ceñas cuando algo le llamaba la atención. Durante años, habíamos sido solo nosotros dos desde que Clara murió en un accidente de coche. Cinco años de adaptarnos, de duelo, de reconstruirnos. Y esta noche, se suponía que celebraríamos un nuevo capítulo. Mi mejor amigo, Lucas Méndez, por fin había encontrado a la mujer con la que quería casarse.
Lucas fue mi sostén cuando perdí a Clara. Él me ayudó a mudarme a un ático más pequeño en las afueras de Madrid, arregló el grifo que goteaba y cuidó de Lucía cuando mis turnos en el hospital se alargaban. Era más un hermano que un amigo, y cuando me dijo que se iba a casar, me alegré sinceramente por él.
La ceremonia comenzó con una suave melodía de piano. Los invitados se pusieron de pie cuando apareció la novia, su rostro oculto bajo un velo vaporoso. Lucía apoyó la cabeza en mi brazo y susurró: «Qué bonito vestido, papá». Asentí, sonriendo, pero una inquietud extraña se apoderó de mi pecho. La forma en que se movía la noviaalgo en su andar, la inclinación de sus hombrosme resultaba familiar, aunque no lograba identificar por qué.
Entonces Lucas levantó el velo.
El aire se me escapó de los pulmones. Casi caigo de rodillas. Porque ahí, mirándome fijamente, estaba Clara. Mi esposa. La mujer que enterré hace cinco años.
Me quedé petrificado, incapaz de pestañear, de respirar. El mundo a mi alrededor se difuminólos aplausos, los suspiros de admiración, la voz del sacerdotenada registraba. Solo podía verla a ella. El rostro de Clara, sus ojos, su leve sonrisa.
«Papi», Lucía tiró de mi manga, su vocecilla atravesando la niebla en mi mente. «¿Por qué mamá se casa con tío Lucas?».
Se me secó la boca. Mis manos temblaban tanto que casi dejé caer el programa de la boda.
No podía ser. Clara había muerto. Yo había visto el coche destrozado, identificado su cuerpo, firmado el certificado de defunción. Había llorado en su funeral. Y, sin embargo, ahí estaba, de blanco, tomando las manos de Lucas.
De pronto, el salón se sintió demasiado pequeño, asfixiante. Los invitados cuchicheaban, algunos lanzándome miradas furtivas.
No sabía si me estaba volviendo loco o si era el único que veía lo imposible.
Mi primer instinto fue levantarme y gritar. Exigir respuestas, detener la boda antes de que avanzara un segundo más. Pero los dedos de Lucía se apretaron alrededor de los míos, anclándome a la realidad. No podía armar un escándalono delante de ella, no aquí. Me obligué a permanecer sentado mientras la ceremonia continuaba, cada palabra de los votos clavándose en mí como cristales rotos.
Cuando el sacerdote los declaró marido y mujer, y Lucas besó a su esposa, sentí el ácido subiéndome por la garganta. La gente aplaudía, vitoreaba, enjugaba lágrimas de felicidad. Yo, en cambio, permanecía rígido, temblando, la mente dando vueltas en círculos.
En el banquete, evité la mesa principal. Me quedé cerca de la barra, distrayendo a Lucía con trozos de tarta y refrescos mientras mis ojos no se apartaban de la pareja. De cerca, el parecido era aún más extraño. La novia reía con su marido, su voz casi idéntica a la de Claraquizá un poco más grave, más medida.
No lo soporté más. Le pregunté a una de las damas de honor el nombre de la novia.
«Se llama Julia», respondió con alegría. «Julia Delgado. Conoció a Lucas hace un par de años en Barcelona, creo».
Julia. No Clara. Mi mente intentó aferrarse a ese detalle. Pero ¿por qué Julia era idéntica a mi difunta esposa?
Más tarde, Lucas me encontró en la terraza. «Adrián, ¿estás bien? No has dicho ni palabra».
Intenté disimular el huracán dentro de mí. «Se parece se parece mucho a Clara».
Frunció el ceño. «Sí, a mí también me chocó cuando la conocí. Pero Julia no es Clara, tío. Lo sabes».
Golpeé mi vaso contra la barandilla. «¿Lo sabe Lucía?».
«Está confundida. Me lo imaginaba». Lucas puso una mano en mi hombro. «Escucha, tú y yo hemos pasado por mucho. Jamás te haría daño. Julia no es Clara. Es ella misma. Dale tiempo».
Pero el tiempo no calmó la inquietud. Cuando Julia se acercó a saludarnos, se agachó hasta la altura de Lucía, sonriendo con calidez. «Tú debes ser Lucía. Tu padre habla mucho de ti».
Lucía la miró con ojos grandes. «Hablas como mamá».
Julia se quedó helada un instante antes de recuperarse. «Bueno, es un honor».
La expresión en sus ojos me persiguiócomo si ocultara algo. Y supe entonces que no podía dejarlo pasar.
Las semanas siguientes no pude dormir. Rebusqué en viejos álbumes de fotos, comparando cada detalle de Clara con Julia. La misma estructura ósea, la misma pequeña cicatriz sobre la ceja derecha, el mismo hoyuelo en la mejilla izquierda. Demasiado para ser coincidencia.
Contraté a un detective privado. Si Julia era quien decía ser, los documentos lo probarían. En pocos días, el detective me trajo papelespartida de nacimiento, expedientes escolares, carnet de conducirtodo en regla. Julia Delgado, nacida en Sevilla, 1988. Nada la vinculaba a Clara.
Aun así, no me convenció. Necesitaba la verdad. Una tarde, cuando Lucas nos invitó a cenar, acorralé a Julia en la cocina.
«¿Quién eres realmente?», pregunté en voz baja, aferrándome al mármol para no tambalearme.
Ella se tensó. «Adrián, ya te dije».
«No. No eres solo Julia. Tienes la misma cicatriz que Clara, la misma risa, la misma». Mi voz se quebró. «No me digas que esto es casualidad».
Sus ojos se suavizaron, y por un momento, pensé que iba a confesar. Pero en vez de eso, susurró: «El duelo hace cosas extrañas. Quizá solo ves lo que quieres ver».
Esa noche me fui más perturbado que nunca.
El punto de ruptura llegó cuando Lucía tuvo una pesadilla y me llamó. Me contó que Julia había entrado en su sueño y la había arropadoigual que hacía su madre. «Papi», dijo entre lágrimas, «creo que mamá ha vuelto».
No podía permitir que mi hija viviera con esa confusión.
Una semana después, encaré a Lucas. «Necesito la verdad. ¿Sabías lo mucho que se parece a Clara cuando te casaste con ella? ¿Nunca te preguntaste si podría ser ella?».
El rostro de Lucas se endureció. «Adrián, estás pasando la raya. Clara está muerta. Julia es mi esposa. Tienes que soltarlo antes de que te destruya».
Pero entonces entró Julia. Miró entre los dos, su expresión desgarrada. Y finalmente, con una voz temblorosa, dijo:
Hay algo que






