Lucía permanecía junto al cristal de la cocina, apretando una taza de té ya frío, contemplando a los niños jugar en el patio. Había firmado los últimos papeles del divorcio ayer, y hoy, extrañamente, se sentía más ligera que en los últimos años. Qué raro, cuando debería sentirse al revés.
—Mamá, ¿dónde está papá? — Sofía, de diez años, entró en la cocina con su uniforme escolar.
—Papá vive en otro sitio ahora, recuerda que hablamos de ello — respondió Lucía en voz baja, acariciando la cabeza de su hija. — Mañana te recoge para el fin de semana.
—¿Por qué no pueden hacer las paces? La madre de Pilar dice que sus padres se peleaban, pero luego compraron un coche nuevo y ya no.
Lucía sonrió, resignada. Si todo fuese tan sencillo. Si solo fuesen peleas.
—Vamos a desayunar, vas a llegar tarde.
Sofía obedeció y se sentó a la mesa, pero seguía pensativa, removiendo el colacao.
—Mamá, ¿no estás triste?
—Un poquito. Pero ¿sabes una cosa? A veces las personas se separan no porque dejen de quererse, sino porque juntas se hacen daño. Separadas pueden ser felices.
Sofía asintió, aunque Lucía sabía que, con diez años, era imposible entenderlo del todo. Ni siquiera ella lo había comprendido al principio.
No empezó ayer, ni hace un año. Tal vez empezó cuando Javier comenzó a llegar cada día más tarde, cuando descubrió en sus bolsillos tickets de cafeterías donde ella nunca había puesto los pies. Pero Lucía pensaba entonces que eran reuniones de trabajo. Javier era responsable de proyectos en una constructora, las quedadas eran normales.
—¿Vas a llegarás tarde otra vez? — preguntaba ella mientras él desayunaba atropellado, las clavado en el móvil.
—Sí. Entrega del proyecto, mucho jaleo. No me esperes.
—¿Y este fin de semana? Sofía quería ir a la finca de tus padres.
—El finde también es para currar. Lo siento, Luci, pero ahora toca pegarse. Descansaremos otro día.
“Otro día” jamás llegaba. Lucía acostumbró a cenar sola, acostar a Sofía sola, ver la tele sola. A veces se sentía como una viuda, no una mujer casada.
Sus amigas la consolaban.
—Así son los hombres hoy — decía Carmen cuando quedaban para un café. — Trabajo, más trabajo. Pero al menos trae euros.
—Euros trae — coincidía Lucía —, pero ¿de qué sirven? Vivimos como compañeros de piso.
—¿Has pensado que quizá haya otra? — preguntó Ana con tacto.
—Lo pensé. ¿Pero cómo saberlo? Preguntar de frente no puedo, y registrar sus cosas no quiero. ¿Y cuándo iba a tener tiempo para un lío, si vive en la oficina?
Ana guardó un silencio elocuente.
En casa, Lucía seguía esperando. Esperando que Javier volviera a ella, que volvieran a hablar como antes, que volviera a interesarse por su día, los éxitos escolares de Sofía, sus planes comunes. Pero Javier parecía vivir en otro universo.
—¿Qué tal el trabajo? — preguntaba cuando finalmente llegaba.
—Bien — respondía él, sin apartar la vista del móvil.
—Sofía tuvo hoy el festival del colegio. Recitó una poesía muy bien.
—Ajá.
—Javier, ¿me escuchas?
—Escucho, escucho. Muy bien nuestra pequeña.
Pero su rostro mostraba claramente que no oía nada más allá de los pitidos de su teléfono.
Poco a poco, Lucía Lucía dejó de contarle su vida. ¿Para qué, si no la escuchaba? Buscó un trabajo a tiempo completo, se apuntó a clases de inglés, salió más con sus amigas. La vida empezaba a mejorar, aunque le faltaba algo vital, como un hueco por llenar.
—Mamá, ¿por qué papá no va conmigo a la clase de flamenco? — preguntó Sofía un día.
—Papá está ocupado, cariño.
—Antes iba.
—Antes no estaba así de ocupado.
—¿Y cuándo dejará de estarlo?
Lucía no supo qué responder. ¿Cuándo? ¿Jamás?
Esa tarde decidió hablar. Esperó a que Sofía se durmiera, preparó la cena, puso la mesa. Javier llegó pasadas las diez y media.
—Siéntate a cenar — dijo ella. — Necesitamos hablar.
—¿De qué? — Javier se dejó caer en la silla, cansado, pero sin soltar el móvil.
—Guarda el móvil. Por favor.
De mala gana, lo dejó boca abajo.
—Javier, ¿qué nos pasa? No vivimos, es que vegetamos. Llegas, comes, duermes y te vas. No hablamos, no salimos, apenas ves a tu hija.
—Luci, estoy hasta arriba. Tengo que manteneros.
—¡No hay familia que mantener! Estoy yo, estás tú, está Sofía, pero no hay familia. Somos tres personas separadas en un piso.
—No exageres. Es solo. mala racha, mucho curro. Un poco de paciencia.
—Llevo tres años aguantando. ¿Cuándo termina?
Javier suspiró, irritado.
—Luci, estoy destrozado. ¿Podemos dejarlo para después?
—¿Qué después? Mañana vuelves tarde, pasado también. ¿Cuándo hablamos?
—No sé. Cuando me desahogue.
El móvil vibró. La mano de Javier se movió instintiva hacia él.
—¡Javier!
—¿Qué? Ah, perdón. — Pero igualmente miró la pantalla.
—¿Hay otra mujer? — De pronto, la pregunta brotó de los labios de Lucía.
—¿Qué? — Javier levantó la vista y algo parecido al miedo brilló en sus ojos.
—Que si tienes a otra.
—¿Quién te ha contado?
—No respondas con otra pregunta. ¿Sí o no?
El silencio era denso. Javier miraba el plato, Lucía lo miraba a él. El corazón le martille
Lucía observaba desde la ventana de la cocina, su taza de té frío entre las manos, mientras los niños jugaban en el patio. Ayer firmó los papeles del divorcio, y hoy, inexplicablemente, sentía un alivio que no había experimentado en años. Extraño, cuando debería ser lo contrario.
—Mamá, ¿dónde está papá? —pregresó Inés, su uniforme escolar perfectamente planchado.
—Papá vive en otra casa ahora, cariño, ¿recuerdas que hablamos? —susurró Lucía acariciando el pelo de su hija—. Mañana te recoge para el fin de semana.
—¿Por qué no pueden reconciliarse? Su amiga Martina Fernández dice que sus padres pelearon, compraron un coche nuevo y ya no discuten.
Lucía esbozó una sonrisa triste. Si todo fuese tan sencillo. Si solo fuesen discusiones.
—Desayuna, llegarás tarde al colegio.
Inés obedeció, sentándose a la mesa, pero su mente revoloteaba mientras remoloneaba en el porridge.
—¿Estás triste?
—Un poco. Pero a veces la gente se separa porque juntos se hacen daño, no porque dejen de quererse. Separados, pueden ser mejores.
La niña asintió sin entenderlo del todo. Lucía tampoco lo había comprendido de inmediato.
Todo comenzó cuando Alejandro empezó a llegar después de la medianoche, y ella encontró tickets de cafeterías desconocidas en sus bolsillos. Camufló su desconfianza pensando en reuniones de trabajo: su marido era ejecutivo de una constructora.
—¿Vendrás tarde otra vez? —preguntaba ella mientras él devoraba el desayuno entre notificaciones del móvil.
—Entrega de proyecto, agobio. No me esperes.
—¿Y el fin de semana? A Inés le gustaría ir a la casa de campo de tu madre.
—Imposible, cielo. Después descansaremos.
“Después” nunca llegó. Lucía cenaba sola, acostaba a Inés sola, veía películas sola. Sentía ser viuda en vez de esposa.
Sus amigas Lola y Carmen compadecían:
—Los hombres son así —suspiraba Lola frente al café con leche—. Viven por el trabajo. Pero pagan facturas.
—Sí —coincidía Lucía—, ¿pero de qué sirve si somos compañeros de piso?
Carmen espetó la duda que corroía todo:
—¿Crees que le engaña?
—¿Cómo probarlo? No reviso sus cosas. ¿Cuándo tendría tiempo?
El silencio de Carmen fue una puñalada.
En casa, Lucía esperaba que Alejandro volviera a ser aquel hombre que preguntaba por su día, por las notas escolares, por los planes. Pero habitaba otro planeta.
—¿Avances en el proyecto? —preguntaba cada noche.
—Normal —respondía sin levantar la vista del teléfono.
—Inés recitó un poema hoy: sus notas suben…
—Ajá.
—¿Alejandro? ¿Me escuchas?
—Claro. Qué lista es nuestra niña.
Su expresión revelaba que solo oía vibraciones electrónicas. Ella dejó de compartir sus cosas. Buscó un trabajo completo, se apuntó a clases de inglés, salía con amigas. La vida florecía, pero a medias.
—¿Por qué papá no me lleva a patinar? —preguntó un día Inés.
—Está ocupado.
—Antes sí iba.
—Antes le sobraba tiempo.
—¿Para cuándo dejará de estar ocupado?
Lucía no supo responder. Esa noche, tras acostar a Inés, aparejó la cena y esperó. Alejandro cruzó la puerta a las once.
—Habla conmigo. Por favor.
Dejó el móvil, reacio.
—Este matrimonio no existe. Vivimos como tres extraños bajo el mismo techo.
—Es cuestión de ritmo, Lucía
Lucia apoyó la cabeza en el hombro de Sergio, mirando el último rayo de sol teñir de dorado los tejados de Madrid, y supo con absoluta certeza que soltar el pasado no había sido una derrota, sino el único modo de ganarse una vida auténtica y esta paz profunda que ahora latía, tranquila y firme, en su pecho.







