Mi divorcio me rescató

Luna mira desde la ventana de la cocina, taza de té frío entre las manos, observando a los niños jugar en el parque. Ayer firmó el último papel del divorcio, y hoy, extrañamente, se siente más ligera que en años. Curioso, cuando debería ser al revés.

—Mamá, ¿dónde está papá? —pregunta Clara, de diez años, entrando en la cocina con el uniforme escolar.

—Papá vive en otro piso ahora —responde Luna en voz baja, acariciando el pelo de la niña—. Mañana te recogerá para el fin de semana.

—¿Por qué no pueden hacer las paces? Sofía López dice que sus padres peleaban, pero compraron un coche nuevo y ya no discuten.

Luna esboza una sonrisa triste. Ojalá fuera tan fácil. Si solo fueran las discusiones…

—Desayuna ahora, llegarás tarde al colegio.

Clara obedece, pero queda ensimismada, revolviendo la papilla.

—Mamá, ¿no estás triste?

—Un poco sí. Pero… ¿sabes? A veces la gente se separa no porque deje de quererse, sino porque juntos sufren. Separados pueden estar mejor cada uno.

La niña asiente, aunque Luna sabe que a los diez no se alcanza a comprender del todo. Ella tampoco lo entendió enseguida.

Todo empezó hace tiempo. Quizás cuando Hugo comenzó a llegar cada noche más tarde, y ella encontraba en sus bolsillos tickets de cafeterías donde nunca habían entrado. Luna pensaba que eran reuniones de trabajo. Él era gestor en una constructora, es posible que fuera cierto.

—¿Otra vez llegarás tarde? —preguntaba ella mientras él desayunaba a toda prisa, absorto en el móvil.

—Sí. Entrega del proyecto, un lío. No me esperes.

—¿Y el fin de semana? Clara quiere ir a la sierra, a lo de tus padres.

—El sábado y domingo toca currar también. Lo siento. Descansaremos después.

Ese después nunca llegaba. Se acostumbró a cenar sola, acostar a Clara sola, ver la tele sola. A veces parecía una viuda, no una esposa.

Sus amigas empatizaban.

—Los hombres hoy así son —comentaba Eva encontrándolas en un café—. Trabajo, trabajo. Pero trae euros.

—Trae, sí —asentía Luna—, pero ¿de qué sirve? Vivíamos como compañeros de piso.

—¿No crees que tiene a otra? —preguntó Silvia con cautela.

—Lo he pensado. ¿Cómo saberlo? No puedo preguntar, ni rebuscar en sus cosas. ¿Y de dónde sacaría tiempo, si vive en la oficina?

Silvia guardó un silencio elocuente.

En casa, Luna seguía aguardando. Esperando que Hugo volviera a ella, que volverían a conversar como antaño, que él preguntaría por su día, por los cursos de Clara, por sus planes comunes. Pero Hugo habitaba otra realidad.

—¿Cómo va el curro? —preguntaba Luna cuando él aparecía.

—Nada nuevo —respondía sin levantar la vista del móvil.

—Hoy hizo Clara un recital en el cole. Recitó un poema precioso.

—Vale.

—Hugo… ¿me escuchas?

—Sí, sí. Muy bien por la niña.

Pero su rostro decía que solo oía la vibración del teléfono.

Poco a poco, dejó de contarle sus cosas. ¿Para qué, si no prestaba atención? Empezó a trabajar jornada completa en vez de parcial, se apuntó a clases de inglés, quedaba más con las amigas. La vida mejoraba, aunque parecía incompleta. Como si faltase algo vital.

—Mamá, ¿por qué papá no viene conmigo a patinar? —preguntó Clara un día.

—Está ocupado, cielo.

—Antes venía.

—Antes estaba menos liado.

—¿Cuándo se desliará?

Luna no supo qué responder. ¿Cuándo? ¿Nunca?

Aquella madrugada
Marta está de pie junto a la ventana de la cocina, sosteniendo una taza de té frío, observando a los niños jugar en el patio. Ayer firmó los últimos papeles del divorcio, y hoy inexplicablemente se siente más ligera que en todos los últimos años. Es extraño, porque debería ser al revés.

—Mamá, ¿dónde está papá? —pregunta Lucía, de diez años, entrando en la cocina con su uniforme escolar.

—Papá vive en otro lugar ahora, ¿recuerdas que lo hablamos? —responde suavemente Marta, acariciando el pelo de su hija—. Mañana te recogerá para el fin de semana.

—¿Y por qué no pueden hacer las paces? Paula Rodríguez dice que sus padres también discutían, pero luego compraron un coche nuevo y se reconciliaron.

Marta sonríe con tristeza. Ojalá fuera tan fácil. Ojalá solo fueran discusiones.

—Ven a desayunar, llegarás tarde al cole.

Lucía obedece y se sienta, pero sigue pensativa mientras revuelve sus cereales con leche.

—Mamá, ¿no estás triste?

—Un poquito. Pero ¿sabes qué? A veces las personas se separan no porque dejen de quererse, sino porque juntas se hacen daño. Separadas pueden ser más felices.

La niña asiente, aunque Marta sabe que con diez años no termina de entenderlo. Ella misma tardó en comprenderlo.

Todo empezó mucho antes. Quizás cuando Álvaro llegaba cada noche más tarde, y ella encontraba recibos de cafeterías donde nunca habían estado. Marta pensaba que eran reuniones de trabajo. Álvaro era gerente en una constructora, siempre tenía encuentros.

—¿Vas a llegar tarde otra vez? —preguntaba ella mientras él desayunaba rápido, absorto en el móvil.

—Sí. Entrega de proyecto, lío de última hora. No esperes.

—¿O quizás el fin de semana escapamos? Lucía pide ir a la casa de tu madre.

—Este finde también trabajo. Lo siento, Marta, ahora toca duro. Descansaremos luego.

El “luego” nunca llegó. Marta se acostumbró a cenar sola, acostar a Lucía sola, ver la tele sola. A veces sentía que era viuda, no casada.

Sus amigas compadecían.

—¡Los hombres hoy en día! —decía Elena en el café—. Solo trabajo, trabajo. Pero traen dinero.

—Dinero sí, pero ¿de qué sirve? Vivimos como vecinos en una pensión.

—¿No has pensado que quizás… tiene a alguien? —preguntó Sofía con cuidado.

—Lo pensé. Pero ¿cómo saberlo? No quiero preguntar directamente ni rebuscar en sus cosas. Además, ¿de dónde sacaría tiempo si vive en el trabajo?

Sofía guardó silencio con intención.

En casa, Marta siguió esperando. Esperando que Álvaro volviera a ella, que hablaran como antes, que él preguntara por su día, por los estudios de Lucía, por sus planes. Pero Álvaro estaba en otro universo.

—¿Cómo va el curro? —le preguntaba ella cuando aparecía.

—Normal —contestaba él sin levantar la vista del móvil.

—Lucía recitó una poesía hoy en el acto del cole. Lo hizo genial.

—Ajá.

—Álvaro, ¿me escuchas?

—Te escucho, te escucho. Muy bien nuestra peque.

Pero su rostro mostraba que no oía nada más allá del sonido de su teléfono.

Poco a poco, Marta dejó de contarle cosas. Para qué, si no la escuchaba. Empezó a trabajar jornada completa, se apuntó a clases de inglés, quedaba con amigos. Su vida se reorganizaba, aunque le faltaba algo esencial.

—Mamá, ¿por qué papá no quiere ir conmigo a patinar? —preguntó Lucía un día.

—Está ocupado, cariño.

—Antes iba.

—Antes tenía menos trabajo.

—¿Y cuándo dejará de estar ocupado?

Marta no supo qué responder. ¿Cuándo? ¿Nunca?

Esa noche decidió hablar. Esperó a que Lucía durmiera, cocinó y puso la mesa. Álvaro llegó a las diece y media.

—Cena conmigo. Hay que hablar.

—¿Sobre qué? —Él se desplomó en la silla, sin soltar el móvil.

—Guarda el teléfono. Por favor.

De mala gana lo puso boca abajo.

—Álvaro, ¿qué nos pasa? Sobrevivimos, no vivimos. Solo vas y vienes, comes y duermes. Ni hablamos ni hacemos nada, ni siquiera con Lucía.

—Marta, trabajo. Tengo que sacar adelante a la familia.

—¡Pero no hay familia! Tú, Lucía y yo somos tristes extraños viviendo aquí.

—No exageres. Es un momento difícil. Aguanta un poco más.

—Llevo tres años aguantando. ¿Hasta cuándo?

Álvaro suspiró irritado.

—Estoy cansado. ¿Lo hablamos otro día?

—¿Cuándo? Mañana llegarás tarde, y pasado también. ¿Cuándo hablamos?

—No sé. Cuando pueda.

El teléfono vibró. Álvaro eché un vistazo mecánico.

—¡Álvaro!

—¿Qué? Ah, perdón. —Pero ya miraba la pantalla.

—¿Estás con otra? —soltó Marta.

—¿Qué? —Él levantó la vista con destello de miedo.

—Que si tienes a otra mujer.

—¿Por qué dices eso?

—No respondas con pregunta. ¿Sí o no?

Silencio espeso. Álvaro clavó los ojos en el plato, Marta lo observó. Su corazón latía tan fuerte como los pasos arriba.

—Sí —murmuró él finalmente.

Extrañamente, Marta sintió no dolor, sino alivio. Por fin la verdad.

—¿Desde hace mucho?

—Seis meses.

—¿La quieres?

Álvaro levantó la mirada.

—No sé. Supongo.

—¿Y a mí?

—También. De otra forma.

—¿De qué otra forma?

—Bueno… eres la madre de mi hija. Tenemos tantos años.

—¿Como mueble viejo? ¿Cómodo pero sin graciac?

—No digas eso.

—¿Qué digo entonces? Álvaro, hace tiempo que no somos pareja. Somos compañeros de piso.

—Podríamos intentar arreglarlo… Corto esa relación.

—¿Y para empezar otra dentro de un año?

Él calló.

—No cortes nada —dijo Marta—. No te soporto por obligación. Y ya no pienso esperar migajas de tu atención.

—¿Entonces?

—Divorciémonos. Limpio, sin peleas. Por Lucía.

Álvaro exhaló aliviado, y Marta supo que él también lo deseaba, solo temía decirlo.

El divorcio fue sorprendentemente pacífico. Álvaro no reclamó el piso de Marta, pagó la pensión cada mes y llevó a Lucía los fines de semana. Ahora hablaban mejor que en los últimos años.

—¿Qué tal? —preguntaba él al recoger a Lucía.

—Bien. ¿Y tú?

—También. Lucía,

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Mi divorcio me rescató