Mira, te cuento lo que nos ha pasado porque de verdad que parece de telenovela española, pero es la pura realidad. Resulta que mi cuñada, Candela, se tiró los veranos en la playa de Benidorm mientras nosotros sudábamos la gota gorda reformando la casa del pueblo. Y ahora va y dice que quiere vivir cómoda, ¡imagínate el morro!
Te pongo en contexto: después de que falleciera la abuela de mi marido, Rodrigo, él y su hermana Candela heredaron la casa en el pueblo, cerca de Alcalá de Henares. La casa estaba hecha polvo, pero tenía dos entradas independientes y el patio y el trastero juntos. Nuestra idea era que cada uno tuviera su parte, como buenos hermanos.
Cuando se repartió la herencia ya estábamos casados, y todo se hizo tranquilo, sin rollos. Mi suegra, Mercedes, ni quería saber nada; ella es muy de ciudad, así que les dijo que hicieran lo que quisieran con la casa.
Rodrigo y el marido de Candela, Jaime, juntaron un dinerillo y arreglaron el tejado y la estructura. La cosa iba bien hasta que Candela montó un drama: que ella no iba a meter un euro en esa casa de pueblo, que era una pérdida de tiempo. Jaime agachó la cabeza y se fue, porque discutir con Candela es como gritarle al viento.
Nosotros, hartos ya del minipiso en Vallecas, y como teníamos coche para ir a trabajar a Madrid, decidimos reformar nuestra mitad del caserón. Una casa nueva nos salía por un ojo de la cara, así que esa era nuestra oportunidad para salir del apretón.
Pero para Candela aquella casa era solo una residencia de verano para venir con los niños, hacer barbacoas y poco más. Que no contáramos con ella para nada, nos dijo.
En cuatro años metimos sudor y lágrimas en la reforma: pedimos una hipoteca, pusimos baño, calefacción, cambiamos la luz, las ventanas, y cerramos la terraza. Y eso trabajando casi a todas horas. Pero oye, poco a poco lo dejamos niquelado.
Y Candela, mientras tanto, de viaje en viaje. Ni preguntaba ni le importaba nada, pasaba olímpicamente de todo. Pero cuando fue madre y se quedó en casa con el peque, la cosa cambió. El dinero ya no le llegaba, y de repente se acordó de que tenía una mitad de casa en el pueblo, con un patio donde el niño podía correr al aire libre. Normal.
Para entonces ya habíamos alquilado nuestro piso de Madrid y nos habíamos mudado definitivamente al pueblo. Su mitad, por cierto, llevaba años sin tocar, y se caía a trozos. Vino un mes con una maleta y al poco nos empezó a pedir que se quedara unos días en nuestra parte. Le abrí la puerta, pero enseguida aquello se volvió un circo: su hijo es un torbellino y Candela igual, montando follón sin preocuparse si molestaban. Como yo trabajo desde casa, te juro que me alteraba tanto que me fui una temporada al piso de una amiga en Lavapiés que se iba de viaje, y me vino de perlas.
Por casualidad acabé quedándome un mes entre que estuve con mi madre enferma y otras cosas, y la verdad, ni me acordaba ya de Candela ni de su invasión. Cuando volví al pueblo me encuentro a la tía tan campante en mi casa, como si nada. Le pregunté cuándo pensaba marcharse.
¿Y dónde quieres que me vaya? Estoy muy bien aquí, con el niño me suelta la tía.
Pues mañana te llevamos a Madrid le dije, porque ya me tenía harta.
No quiero volver a Madrid.
Pues hija, si ni te has dignado a limpiar tu parte de la casa, aquí no es un hotel, búscate la vida.
¿Y tú quién eres para echarme? ¡Que esta también es mi casa!
Tienes tu casa detrás de este muro, vete allí.
Intentó poner a Rodrigo en mi contra, pero él también le dejó claro que esto ya era pasarse. Se picó y se largó de malas maneras, pero a las horas ya estaba mi suegra llamando:
No tenías derecho a echarla, que es su propiedad.
Podía haberse quedado en SU parte, allí manda ella le saltó Rodrigo.
¿Y cómo va a vivir ahí, con un niño, sin calefacción ni baño? Podrías haber ayudado a tu hermana.
A Rodrigo le entró una rabia Le explicó a su madre que ya ofrecimos hacer la reforma juntos, que hubiera salido hasta más barato, pero que la señorita se negó por cabezonería. ¿Y ahora qué quieren, que le demos también la nuestra?
Decidimos proponerle que nos vendiera su parte, que así todos tranquilos. Pero puso un precio tan desorbitado que por ese dinero nos comprábamos una casa nueva en la sierra, vamos. Así que tampoco.
Ahora estamos a malas: mi suegra ofendida, Candela insoportable. Vienen poco, gracias a Dios, pero cuando lo hacen montan unos saraos monumentales, dejan todo hecho un desastre, y encima se entretienen en romper cosas del patio.
Al final, qué remedio: vamos a poner una verja bien alta y separar todo. Lo que Candela quería, pues así será. Fin del culebrón o eso espero.







