Oye, te cuento esta historia que me dejó helada…
Mi marido, Javier, me había dicho que tenía una cena de trabajo. Nada raro, ¿sabes? Pero luego recibí una llamada de un número desconocido y escuché su voz diciendo: “Mi mujer ahora mismo estará cocinando o fregando el baño, mientras yo estoy aquí contigo, cariño”.
Cuando Javier me dijo que tenía que ir a una cena de empresa, no sospeché nada. Pero esa llamada me dejó clavada en el sitio. Lo que escuché me hizo coger las llaves del coche al instanteestaba decidida a plantar cara y al día siguiente recogerle sus cosas.
Después de diez años de matrimonio, creía conocerlo como la palma de mi mano. Pero la semana pasada entendí que ni una década juntos te salva de una infidelidad ni del placer de ver cómo el karma actúa en el momento perfecto.
Todo empezó de forma inocente.
El jueves por la tarde, Javier entró en casa silbando.
“¡Buenas noticias!”, anunció. “Mañana hay una cena de empresa. Solo para empleados”.
Me dio un beso en la frente y dejó su maletín en el suelo.
“Será un rollo, así que no te molestes en venir. Solo habrá charlas de trabajo y gente fingiendo interés”.
Arqueé una ceja.
Javier nunca fue de fiestas. Su idea de diversión era ver el fútbol en el sofá. Pero me encogí de hombros.
“No me importa”, dije, ya pensando en lo que haría al día siguiente.
A la mañana siguiente, estaba más cariñoso de lo normal. Demasiado.
Mientras preparaba el desayuno, se acercó por detrás, me abrazó y susurró:
“Sabes que eres increíble, ¿verdad?”.
Me reí. “¿Qué te pasa hoy? ¿Intentando ganar puntos?”.
“Quizá”, dijo, mientras me tendía su camisa blanca favoritaesa cuya corbata siempre me daba problemas.
“¿Me la planchas? Y mientras no esté, ¿qué tal si haces mi lasaña favorita? Con mucho queso. Sabes que me vuelve loco”.
“¿Algo más, su majestad?”, le solté con ironía.
“Claro”. Sonrió. “¿Podrías limpiar el baño también? Me gusta que todo esté impecable. Nunca se sabe cuándo puede venir visita”.
Puse los ojos en blanco, pero me reí.
Javier tenía sus rarezas, y sus aires de divo no me molestaban. Ojalá hubiera sabido
Ese día me puse a hacer las tareas de la casa.
El aspirador zumbaba, la lavadora giraba, la lasaña perfumaba el aire. Mi lista de reproducción sonaba de fondo y, por un momento, la vida parecía normal.
Entonces sonó el teléfono.
Número desconocido.
Casi lo ignoré, pero algo me hizo contestar.
“¿Sí?”.
Primero solo escuché música alta y risas ahogadas. Fruncí el ceño, pensando que era una broma.
Pero entonces oí su voz.
“¿Mi mujer? Ahora mismo estará cocinando o fregando el váter. Es tan predecible. Mientras, yo estoy aquí contigo, amor”.
Una mujer rió al fondo.
Se me cerró el estómago.
Me quedé paralizada, con el móvil pegado a la oreja, mientras mi mundo se daba la vuelta.
La llamada se cortó.
Unos segundos después, llegó un mensajesolo una dirección.
Ninguna explicación. Solo el lugar.
Miré la pantalla, con el corazón a mil.
Quizá era un malentendido. Una broma. Pero en el fondo lo sabía no lo era.
No lloré. Todavía no.
En vez de eso, agarré el abrigo, las llaves y salí disparada hacia esa dirección.
La lasaña podía esperar.
Javier estaba a punto de recibir la sorpresa de su vida.
El GPS me llevó a una casa de lujo en alquiler al otro lado de la ciudad.
Era enorme, con ventanas impecables y un césped perfecto. Coches caros aparcados frente a la entrada. A través de la puerta de cristal, vi a gente riendo, bebiendo, disfrutando.
El estómago se me encogió al reconocer algunas caras.
No sabía quién se llevaría el mayor sustoJavier o yo. Pero tenía que averiguarlo.
Al acercarme a la entrada, un guardia de seguridad se me plantó delante.
“¿En qué puedo ayudarla, señora?”.
Le sonreí con falsa dulzura. “Sí, he traído algo para mi marido”.
El guardia me miró con desconfianza, sobre todo al ver el cubo de la fregona en mis manos. Dentro había un cepillo del váter y lejía.
“Es ese alto, con camisa blanca”, dije tranquilamente.
El guardia dudó un segundo, pero al decidir que no era peligrosa, se apartó.
Al entrar, sentí todas las miradas clavadas en mí.
Y allí estaba élJavier.
En mitad de la sala, abrazando a una mujer con vestido rojo.
Parecía más animado que en los últimos años, sonriendo y bebiendo champán como si nada importara.
El corazón me dio un vuelco.
Todo mi ser quería abalanzarme sobre él, pero una voz en mi cabeza susurró: “Sé más inteligente. Haz que esto cuente”.
Javier me vio.
Se le borró el color de la cara, atragantó el trago y dio un paso atrás.
“¿Laura?”, murmuró, alejándose de la mujer. “¿Qué qué haces aquí?”.
“Hola, cariño”, dije lo bastante alto para que todos oyeran. “Olvidaste algo en casa”.
Él parpadeó, confundido.
Agarré el cubo y le enseñé el cepillo y la lejía.
“Como te gusta tanto hablar de mis habilidades de limpieza, pensé que te ayudarían a arreglar el desastre que has hecho con nuestro matrimonio”.
Un murmullo recorrió la sala.
La mujer del vestido rojo se apartó de él, claramente incómoda.
Pero aún no había terminado.
“¿Sabéis?”, me dirigí a los invitados, “a Javier le encanta hacerse el marido perfecto en casa. Pero, como veis, prefiere jugar a serlo con quien le mime el ego”.
“Laura, por favor”, suplicó Javier en voz baja. “Podemos hablar afuera?”.
“¿Ahora quieres privacidad?”, respondí. “¿Dónde estaba ese respeto cuando te burlabas de mí a mis espaldas?”.
Me giré hacia la gente.
“Disfrutad la fiesta. Y recordad: un traidor, siempre un traidor”.
Con eso, tiré el cubo a sus pies y salí, haciendo sonar mis tacones en el mármol.
Al llegar al coche, mi móvil volvió a sonar.
El mismo número desconocido.
El mensaje decía:
“Merecías saber la verdad. Lo siento mucho”.
Las manos me temblaban al marcar.
Contestó una mujer.
“¿Hola?”.
“¿Quién eres?”, pregunté.
“Me llamo Carmen”, dijo tras una pausa. “Trabajé con Javier”.
“¿Por qué haces esto?”.
“Porque alguien tenía que hacerlo”, suspiró. “Llevo meses viendo cómo miente y engaña. Me daba asco. Tú merecías más”.
Respiré hondo.
“Pedí a una amiga que te llamara para que lo oyeras con tus propios oídos. Tenías que saberlo”.
Cerré los ojos un momento.
No sentía rabia. Sentía alivio.
A la mañana siguiente, Javier encontró sus maletas esperando en la puerta.
Cuando intentó entrar, las cerraduras ya estaban cambiadas.
No séni quiero saberdónde pasó la noche.
En su teléfono solo había una nota mía:
“Disfr