«¡El coche es mío y yo decido a quién se lo dejo!» —dijo mi suegra.
Mi marido, Javier, y yo somos un matrimonio joven, con solo tres años de casados. Vivimos en un pueblo cerca de Toledo, donde cada euro cuenta. Contratamos una hipoteca para comprar un piso y ahora estamos luchando por pagarla, ahorrando en todo. La vida sería más fácil si no fuera por un error que Javier cometió antes de nuestra boda. Junto a su madre, Carmen Fernández, compró un coche, invirtiendo casi todos sus ahorros. Lo registraron a su nombre, y ella juró que nos lo prestaría cuando lo necesitáramos. Esas promesas fueron mentira, y ahora estamos atrapados en un problema del que aún no hemos salido.
Cada vez que necesitamos el coche, Carmen pone mil excusas. Una vez se fue a su casa en el campo, otra a visitar a sus amigas, o dice que lo llevó al taller y «olvidó» avisarnos. «¡Que hay autobuses, usadlos!» —nos suelta, aunque siempre le pedimos el coche con una o dos semanas de antelación. Si por milagro lo conseguimos, no para de llamar: «¿Cuándo lo traéis? ¿Dónde estáis? ¿Por qué tardáis tanto?» No es que lo necesite, solo le gusta tenerlo aparcado bajo su ventana. No es ayuda, es un tormento, y cada vez duele como una puñalada.
Y eso que no tiene reparos en pedirnos dinero para el mantenimiento del coche. «Si lo usáis, pagad?», nos espeta. Seguro, reparaciones, neumáticos… todo corre de nuestra cuenta. Javier y yo hemos gastado más en él que su valor real, pero no tenemos derechos sobre él. Le sugerí a mi marido dejar de pagar y ahorrar para nuestro propio coche. Si tanto le importa a mi suegra, ¡que lo mantenga ella! Pero Javier dudaba; no quería discutir con su madre. Verlo dividido entre sus caprichos y yo solo aumentaba mi desesperación.
Hace poco nuestras finanzas mejoraron un poco y decidimos reformar el piso. Nada del otro mundo, solo pintar y cambiar el suelo. Para ahorrar en transporte, quisimos usar el coche de Carmen. Como siempre, avisamos con tiempo. Fuimos a por las llaves, pero no estaba. Se había ido a ver a una amiga en otra ciudad. Javier no aguantó más. La llamó y por primera vez le gritó: «¡Otra vez nos fallas! ¿Hasta cuándo?» Ella estalló: «¡El coche es mío y yo digo quién lo usa! ¡No tenéis derecho a exigirme nada! Y lo que pagáis es lo justo, ¡pues lo usáis!» Sus palabras fueron una bofetada. Pero algo cambió en Javier. Fríamente respondió: «No te daré ni un euro más».
Llegó la hora de cambiar a neumáticos de invierno. Como reloj, Carmen llamó para pedir dinero. Javier le recordó sus propias palabras: «El coche es tuyo, así que ocúpate tú». Se puso a gritar, acusándonos de ingratos, pero mi marido colgó. Por primera vez, la puso en su sitio, y sentí alivio. Por fin podríamos ahorrar para nuestro coche, sin malgastar en el de otro. Pero la alegría se nubla: Javier discutió con su madre, y esa grieta me duele. Odio los conflictos, pero ¿cuánto más aguantar su egoísmo?
Me duele la injusticia. Javier y yo nos dejamos la piel para pagar la hipoteca, construyendo nuestra vida, y mi suegra solo nos ve como su bolsillo. Sus promesas fueron falsas, su ayuda, una mentira. Cansada de sentirme atada a algo que nunca fue nuestro. Javier dio un paso hacia la libertad, pero temo que esta pelea solo sea el inicio. Carmen no es de las que ceden, y sus palabras «el coche es mío» aún resuenan como una advertencia. Pero lo juro: saldremos de esta, aunque haya que pasar por el infierno. Nuestra familia merece algo mejor, y no dejaré que mi suegra nos arrebate el futuro.