¡Doña Carmen, otra vez se ha comido mis magdalenas! Almudena está plantada en medio de la cocina, con el paquete vacío en la mano.
Pensé que eran para todos intento justificarme.
¿Para todos? ¡Las compré específicamente para Lucía! ¡Es alérgica a todo lo demás!
Daniel sale de la habitación, despeinado después del turno de noche.
Mamá, ¿cuántas veces? ¡Quedamos en que la balda izquierda era la nuestra!
La balda izquierda. En mi propio frigorífico ahora hay “sus” baldas y “las nuestras”. Hace año y medio que se mudaron “temporalmente”, hasta que encontraran piso. Lo temporal se convirtió en una pesadilla permanente.
Abuela Carmen, ¿dónde está mi mochila? Miguel corretea por el piso.
Abuelo, ¿has visto mi muñeca? Lucía tira de la manga de su abuelo.
Víctor se esconde tras el periódico en el balcón. El único lugar donde puede refugiarse en su propia casa.
¡Basta! grita de pronto Almudena. ¡No puedo más! Daniel, o nos mudamos o me voy con los niños a casa de mi madre.
¿Mudarnos? replica mi hijo. ¿Alquilar por mil quinientos euros? ¡Con el préstamo del coche!
¡Pues vende el coche!
¿Estás loca? ¿Cómo voy a trabajar?
Los niños empiezan a llorar. Intento calmarlos, pero Almudena arrebata a Lucía de mis brazos.
¡No hace falta! ¡Nos arreglamos solos!
Me encierro en mi dormitorio. Oigo el portazo de la puerta: Daniel se ha ido. Luego, llantos, gritos de Almudena.
En mi piso. En mi casa, donde Víctor y yo vivimos treinta años.
Por la noche, todos fingen que no ha pasado nada. Cenamos en silencio. Los niños juegan con el tenedor en el plato. Almudena evita mirar a Daniel.
Padre, pásame la sal pide mi hijo.
Víctor la pasa sin hablar. Últimamente apenas habla. Cansado de los conflictos ajenos en su propio hogar.
Tras la cena, Daniel se queda en la cocina.
Mamá, perdón por esta mañana. Almudena está nerviosa.
Lo entiendo.
¡No, no lo entiendes! estalla de repente. ¡No sabes lo que es vivir con tus padres a los treinta y cinco años! ¡Sentirse un fracasado!
Hijo
¡No! Sé que para vosotros también es difícil. ¡Pero no tenemos adónde ir!
Callo. ¿Qué puedo decir?
Por la noche, no duermo. Oigo a Víctor moverse al otro lado de la pared. En el salón, que cedimos a los jóvenes, llora Lucía. Almudena la mece.
Por la mañana, me despierta un estrépito. Miguel ha tirado un plato en la cocina.
No pasa nada digo, recogiendo los trozos.
Mamá se enfadará susurra mi nieto.
No se lo diremos.
Me abraza. Pequeño, cálido, entrañable. Por ellos aguanto todo. ¿Pero hasta cuándo?
Una semana después, Daniel vuelve del trabajo extraño. Pensativo, pero no cabizbajo.
Mamá, padre, tenemos que hablar.
Nos sentamos los tres en la cocina. Almudena acuesta a los niños.
He decidido pedir un préstamo. Comprar una casa.
¿Qué? El corazón se me encoge. ¿Qué préstamo? Hijo, ¡es mucho dinero!
No hay otra manera. Nos volveremos locos.
¡Pero serán veinte años pagando! Víctor habla por primera vez en mucho tiempo.
Lo asumiré. He visto una opción en la calle de al lado. Pequeña, pero nuestra.
¿En la calle de al lado? pregunto.
Sí. Para que podáis ver a los nietos. Y nosotros por si necesitáis ayuda.
Miro a mi hijo. ¿Cuándo creció? ¿Cuándo pasó de ser el niño que no encontraba los calcetines a este hombre responsable?
¿Almudena lo sabe?
Aún no. Quería hablar primero con vosotros.
Víctor se levanta, le da una palmada en el hombro.
Buena decisión. Un hombre debe tener su casa.
Daniel exhala. Temía nuestra reacción.
Esa noche, habla con Almudena. Oigo que llora¿de alegría o miedo?
El papeleo, la búsqueda, todo pasa como en un sueño. Almudena oscila entre la euforia y el pánico.
Doña Carmen, ¿y si no podemos? ¿Y si desp