*31 de diciembre*
Elisa rechazaba una y otra vez las llamadas, pero Nicolás insistía sin descanso.
—Elisa, contesta. ¿Hasta cuándo? —María asomó la cabeza por la puerta—. O apaga el teléfono de una vez si no quieres hablar. —Cerró de golpe.
Elisa lo apagó y lo arrojó al otro extremo del sofá. Lo habría hecho antes, pero esperaba la llamada de Andrés. Había prometido telefonear, pero ya iban dos días de silencio. En cambio, Nicolás no merecía ni una palabra, mucho menos verlo. Por él había salido de su caparazón, aquel refugio desde la muerte de sus padres. Y él la había traicionado con tanta frialdad…
***
Aquella noche de diciembre, el hielo cubría las calles. Sus padres volvían de casa de la abuela. De pronto, un todoterreno salió de una callejuela. El conductor, borracho, perdió el control en el pavimento resbaladizo. El vehículo derrapó y embistió el coche de sus padres. Su madre murió al instante; su padre, en el hospital.
Justo un año después. Antes, Elisa adoraba la Navidad, la esperaba con ilusión. Ahora solo le provocaba escalofríos. Se había convertido en un recordatorio de la muerte, de la pérdida y el dolor que no cesaba.
No sabía cómo había logrado terminar el primer año de universidad, cómo había sobrevivido a la ausencia de sus padres. Su tía María, hermana de su padre, se mudó con ella. Se había divorciado porque no podía tener hijos; un aborto mal practicado en su juventud se lo impidió.
—Llámame por mi nombre. No me hagas sentir una vieja —le pidió desde el principio.
Pero María no pudo reemplazar a sus padres, y jamás se hicieron amigas. María buscaba recomponer su vida, salía con hombres, iba a citas.
Elisa no pensaba celebrar Nochevieja. Solo quería acostarse y olvidar. Pero Nicolás la convenció de asistir al cumpleaños de un amigo dos días antes.
—Tengo novia, pero nunca salgo con ella. ¿Qué hago solo ahí? Todos irán en pareja. No es Nochevieja, solo un cumpleaños. Vamos, por favor. Hay que volver a vivir. Tu madre no querría verte encerrada —argumentó.
La última razón venció su resistencia, y aceptó. Se puso el vestido que compró con su madre para la navidad pasada, aunque nunca llegó a estrenarlo.
—Serás la más guapa —le dijo su madre entonces.
Y, en efecto, el vestido le sentaba de maravilla.
María la miró con ojos críticos.
—Mientras vivamos juntas, nadie se fijará en mí. ¿Quién me mirará con una belleza como tú a mi lado? —Suspiró—. ¿No es demasiado escotado? Espera. —Salió y regresó con un pañuelo fino, un tono más oscuro que el vestido, que lo complementaba a la perfección.
*A mamá le habría gustado*, pensó Elisa.
—Así mejor —dijo María, satisfecha—. Puedes usarlo como chal si refresca.
El viaje en taxi fue largo. Al llegar, la fiesta ya bullía. El cumpleañero silbó al verla.
—Ahora entiendo por qué la escondías. Aunque seas mi amigo, te la quito —bromeó, señalando a Nicolás con fingida amenaza.
Elisa no conocía a nadie más. Mientras Nicolás estaba cerca, se sentía tranquila. Pero llegaron los bailes. Un chico la invitó, y cuando la música cesó, Nicolás había desaparecido.
Se sintió fuera de lugar entre extraños. Buscándolo, pasó por el recibidor y notó que la puerta estaba entreabierta. Al salir, lo vio en el rellano de la escalera, besándose con una chica con tanta pasión que parecían amantes separados por años. Estaban tan absortos que no notaron su presencia.
El estómago se le encogió. No podía quedarse. Volvió, se puso el abrigo y las botas, y salió de nuevo.
El espectáculo le resultaba insoportable. No podía pasar junto a ellos. Subió un piso, esperando que pronto terminaran o alguien los llamara. Pero hasta allí llegaban susurros y besos.
Decidió subir más. En el siguiente rellano, una larga terraza abierta daba al vacío. Se detuvo, dejando que el viento fresco rozara su rostro ardiente. Los coches abajo parecían montículos de nieve.
*¿Dolerá caer ahí?* La idea cruzó su mente como un rayo. *¡Ni lo pienses!* No supo si fue su propia voz o algo más, pero retrocedió de golpe. Luego, volvió a asomarse.
—¡No se te ocurra! ¡Aléjate de ahí! —una voz firme sonó detrás. Unos brazos fuertes la apartaron del borde.
El pañuelo se enganchó en algo, se deslizó de su cuello y, arrastrado por el viento, ondeó en el aire. Elisa gritó, estirando la mano, pero el pañuelo se soltó y cayó como un pájaro herido.
—¡Suéltame! —gritó, furiosa, al chico que aún la sujetaba—. ¡El pañuelo! María me matará…
—Perdona, pensé que… —murmuró él, avergonzado.
—¿Por qué creerías eso? Solo miraba. ¡No iba a saltar! —La irritación crecía en su voz.
—Bajemos a buscar tu pañuelo. —La tomó del brazo. Al llegar al piso de la fiesta, Nicolás y la chica ya no estaban. Le dolió no haberla buscado.
El pañuelo colgaba de una rama. El chico saltó, intentando alcanzarlo, pero la rama crujió peligrosamente. Justo antes de caer, logró agarrarlo. Un desgarro sonó, y un trozo quedó en el árbol.
—Lo siento. ¿Es valioso? —preguntó, entregándoselo.
—No. Pero era de María. —Lo guardó en el bolsillo, apretado.
—¿Te vas ya de la fiesta? —preguntó él.
—¿Te importa? —replicó, hosca.
—Te acompaño.
—No hace falta.
—Es tarde y el barrio es solitario. Vamos.
Cedió. Él paró un taxi y subieron juntos.
—Yo podría volver sola —murmuró Elisa.
—¿Adónde van, jóvenes? —preguntó el conductor, alegre.
Ella dio su dirección.
El silencio se alargó. Él no pudo evitarlo:
—¿De verdad no querías saltar?
—¿Y si sí? ¿Quién eres?
—Andrés.
—¿Cómo? —¿Ángel?
—Podría ser. Andrés. Mi madre me puso así por un grupo de folk-rock polaco de los ochenta: *Andrzej y Elżbieta*.
Ella lo miró fijamente.
—Yo soy Elisa.
—¡Vaya! Mi madre siempre dijo que encontraría a mi Elisa. ¿No es el destino?
Pensó que se burlaba, pero hablaba en serio.
—¿Por qué hablas de ella en pasado? ¿Ya no está?
—¿Eh? No, vive. Se volvió a casar y está en el extranjero. Yo me quedé con mi padre. A él le encantaba esa banda.
Hablando, llegaron a su casa sin darse cuenta.
—Dame tu número. No es justo encontrarte y perderte —sacó el móvil.
Ella se lo dio.
—Te llamaré mañana —prometió al despedirse.
***
Pasaron dos días. Nada de Andrés. Elisa no dejaba de pensar en él, en su nombre peculiar. *¿Cómo apareció en la terraPero justo cuando comenzaba a dudar de su existencia, el timbre sonó de nuevo, y esta vez, al abrir la puerta, Andrés estaba ahí, con una sonrisa y las manos llenas de confeti, listo para demostrar que los ángeles, aunque tardíos, siempre cumplen sus promesas.