Mi amiga Inés cocina de maravilla. De manera divina, exquisita, con un calabacín y una patata puede hacer auténticas delicias… ¡Y sus postres! ¡Y esa carne dorada de todo tipo!
Pero no es de eso de lo que voy a hablar.
Inés tiene sobrepeso. Bastante, de hecho, pero es realmente hermosa, su piel es tersa como una manzana madura, es ágil, no tiene problemas de presión ni de respiración. Lleva quince años casada con su marido, Jorge. Y durante esos quince años, él no ha dejado de humillarla por su peso, con saña y creatividad. Delante de amigos, de desconocidos… Le pone motes “cariñosos”: mi vaquita, mi hipopótamo. “¡Ay, me ha pisado el pie, me ha roto todo el Jorge!”.
Elogia a cualquier mujer delgada que se cruza en su camino, incluso a mí me ha dedicado algún “piropo” dudoso. Por supuesto, he intentado defenderla, hablando de metabolismo, genética… pero era inútil.
Inés siempre mantuvo la compostura, incluso sonreía ante sus burlas. Se reía de sí misma. Pero después de que su hija naciera, la situación empeoró. La niña heredó su figura de “manzanita”, y Jorge, cuando la chica entró en la adolescencia, empezó con ella: “¿Es que no paras de comer? Acabarás como tu madre. Mira qué pinta tienes, ¿no te gustaría estar guapa en vez de parecer un saco de patatas?”.
Ahí fue cuando Inés reaccionó. Habló con él una, dos, tres veces… pero, como era de esperar, no sirvió de nada. Hasta que, hace un año, estalló. No estuve allí, me lo contaron después. En una reunión, Jorge soltó otro de sus comentarios sobre el cuerpo de su mujer, y ella, de repente, le espetó: “Jorge, ¿sabes qué? Me tienes hasta los cojones. Si no te gusta como soy, vete a buscar una flaca. Yo ya estoy harta”.
Llamó a un taxi y se fue a casa. Jorge siguió riéndose, sin preocuparse. “¿Adónde va a ir? Se le pasará el enfado”, decía. “Ella misma sabe que parece un tomate pasado”. Hasta sus amigos intentaron hacerle entrar en razón, pero no hubo manera.
Cuando llegó a casa, Inés no estaba. Tampoco su hija. Resulta que habían recogido sus cosas y se habían ido a casa de los padres de Inés, que viven en otro barrio. Ir al instituto era un poco más complicado, pero se apañarían. El segundo golpe fue cuando Inés pidió el divorcio. Jorge no se lo podía creer: “¿Por unas bromas? ¡Imposible! ¡Tiene que haber otro!”. Aunque enseguida se corrigió: “¿Quién iba a querer a una gorda como ella?”.
Seguro que ya lo adivináis. No había otro. Simplemente, Inés estaba harta. Trabajaba en un buen puesto en una empresa importante, su sueldo era más que decente, y con ayuda de sus padres, compró un piso nuevo para ella y su hija sin esperar a repartir el que compartían con Jorge.
Tras el divorcio, Jorge se quedó con un estudio pequeño. Y tuvo que vender el coche, porque el dinero se repartió. Además, tenía que pasarle la pensión a su hija hasta que cumpliera los dieciocho, y con lo que le quedaba de sueldo, apenas llegaba. Pero lo peor—según le cuenta a sus amigos—es que su ex, “la muy desalmada”, lo acostumbró durante quince años a comer como un rey, y ahora solo puede alimentarse de comida precocinada o ir a cenar a casa de su madre. “Sus pollos asados me quitan el sueño”, dice. “Su paella. ¡Sus empanadas! Montañas de empanadas rellenas de todo…”. Se despierta llorando. ¿Y encontrar a otra? Ya lo intentó. “Pero cocina fatal, no hay quien lo trague. Bueno, está delgada… más o menos. A nuestra edad ya no hay modelos. ¿Una más joven? Con mi sueldo no llego, y tampoco soy un Adonis… tripa, calva, me canso subiendo escaleras. Ya tengo cincuenta”.
Lo que más le duele, dice, es que Inés ha adelgazado. No mucho, pero se nota. Un par de tallas, seguro. Sus amigos le cuentan que ahora cocina distinto, igual de rico, pero con más verdura—ni ella ni su hija eran muy carnívoras. Y los dulces tampoco eran lo suyo; era Jorge quien los pedía. “La vi en el supermercado el otro día”, confiesa. “Me quedé mudo. Me acerqué y le dije: ‘Oye, estás muy bien, la verdad. Te me has puesto que bueno… ¿por qué no lo intentamos de nuevo?’. ¿Sabéis lo que me dijo? ‘A tomar por culo’. ¿Cómo que a tomar por culo?”.
Se sintió muy ofendido. “Yo, con el corazón en la mano, y ella me manda a paseo. Si no fuera por mí, seguiría siendo una vaca. Desagradecida… cínica…”.
Y así termina la historia.
María Ruiz.







