Mermelada de diente de león
Se terminó el invierno, ese invierno blandito y blanco, que este año ni frío de verdad trajo, pero ya resultaba más pesado que un día de procesión. Lo que apetecía era ver hojas verdes, flores por todas partes y, de paso, quitarse la chaqueta gorda que llevaba meses pegada al cuerpo.
A una ciudad de provincia pequeña, de esas donde todo el mundo se conoce en la carnicería, llegó la primavera. Carmen adora la primavera, espera el renacer de la naturaleza año tras año, y por fin había llegado. Miraba desde su ventana, en el tercer piso:
Con estos días tan soleados parece que la ciudad despierta del letargo invernal. Hasta los coches suenan distinto, y el mercado tiene más marcha. La gente sale con abrigos de colores, corre de aquí para allá, y los pájaros en la mañana empiezan su concierto antes que el despertador. Ay, qué bien se está en primavera ¡y en verano ni te cuento!
Carmen lleva años viviendo en ese bloque de cinco pisos, ahora está con su nieta, Estrella, que cursa cuarto de primaria. Sus padres, médicos ambos y adictos a los contratos raros, se marcharon el año pasado a trabajar a Guinea Ecuatorial y dejaron a Estrella con la abuela.
Madre, te confiamos a nuestra Estrellita, no vamos a arrastrarla allá. Sabemos que va a estar como reina contigo le decía su hija a Carmen.
Por supuesto, claro que sí, me vendrá bien tener compañía, que entre el cobro de la pensión y ver novelas turcas, ya me estaba aburriendo. Id tranquilos, que nosotras ya nos apañamos respondía la madre.
¡Bien, abuela! Ahora sí vamos a vivir, nos vamos mucho al parque, que los papás nunca tienen tiempo y yo les importo lo justo se alegraba la nieta.
Tras preparar el desayuno y enviar a Estrella al cole, Carmen se puso con sus cosas y el tiempo se le pasó volando.
Voy al súper, y así cuando vuelva estará Estrella de vuelta pensaba mientras recogía la bolsa de la compra.
Al salir del portal, ya estaban dos vecinas ocupando el banco con sus cojines, porque aún estaba frío y ya sabemos que el reuma no perdona. Doña Eloísa sola como una aceituna sin hueso, edad indefinida, quizás setenta y pico, o más siempre lleva en secreto su año de nacimiento y vive en un minipiso en la planta baja. Doña Rosalía, también sola, con setenta y cinco vividos y recorridos leída y parlanchina, con más historias que el Archivo de Indias es todo lo contrario: donde está Eloísa quejándose de todo, Rosalía se ríe de cualquier cosa.
Cuando empieza a notarse el calorcillo del sol, ese banco nunca está vacío; quien no es una, es la otra, y ambas son las jefas de la zona, nada se les escapa.
A veces Carmen también se sienta con ellas. Ahí se ponen a repasar las noticias, lo que sale en la tele o en el Hola, y Eloísa nunca falla hablando de su tensión.
¡Hola, chicas! sonrió Carmen, ya apostadas en el puesto de vigilancia, veo.
Buenas, Carmela, aquí estamos, que nos vigilan como si fuéramos vigilantes de seguridad. ¿Vas al súper, eh? dijo Eloísa en su tono de sargento, viendo la bolsa.
Sí, que quiero comprarle algo dulce a Estrella por sus buenas notas respondió Carmen, sin entretenerse mucho.
El día transcurrió como de costumbre; recogió a Estrella del colegio, le dio la merienda, hizo los deberes y Carmen pudo ver un rato su novela.
¡Abuela, me voy a danza! escuchó desde el pasillo.
Ya estaba Estrella con la mochila y el móvil. Lleva seis años en clases de baile, le encanta y se luce en todas las fiestas del colegio, para orgullo de la abuela.
Vale, mi niña, ve tranquila dijo Carmen y la acompañó hasta la puerta.
Luego Carmen se sentó sola en el banco frente al portal, esperando que volviera Estrella.
¿Meditando, Carmen? se acercó Don Antonio, el vecino del segundo, con pinta de jubilado entusiasta.
Pero cómo se puede aburrir en un día así, hombre ¡La primavera se nota hasta en los huesos! respondió ella.
Sí, el sol que calienta, los pájaros dándolo todo, y todo está lleno de flores, sobre todo dientes de león, parecen pequeños soles comentaba Antonio y Carmen le daba la razón.
Justo en ese momento apareció Estrella por la espalda, saltando sobre la abuela y soltando un:
Guau, guau
¡Pero qué trasto! Menudo susto me has dado, casi me infarto se reía Carmen.
Ay, Carmen, aún no es nuestro tiempo bromeó Don Antonio, dándole una palmada en el hombro.
Anda, ven, que te he puesto zanahoria rallada con azúcar, seguro vienes muerta después de bailar, y tus croquetas favoritas la llamó con cariño.
Don Antonio también se levantó tras ellas.
¿Ya te vas? preguntó Carmen, sorprendida.
Con lo que has dicho de las croquetas, me ha entrado un hambre Mejor me voy a picar algo. Y luego, si sales al banco, igual damos un paseo respondió Antonio.
No prometo nada, tengo lío pero veremos.
Al final, Carmen salió por la tarde al banco; Don Antonio ya estaba esperándola, y ni rastro de las jefas del barrio.
Eloísa y Rosalía acaban de ir a cenar dijo Antonio, encantado de la vida.
Desde ese día, Carmen y el vecino comenzaron a verse más. A veces cruzaban el parque de enfrente, leían juntos el periódico, cotilleaban las recetas y los famosos, compartiendo batallitas del pasado.
Don Antonio no había tenido mucha suerte en lo personal; su mujer falleció joven, dejó una hija, Violeta, a la que crió como pudo. Trabajaba en dos sitios para que a Violeta nada le faltara, pero apenas veía a la niña despierta.
Violeta creció, se casó, se mudó lejos y tuvo un hijo. Volvió a visitar a su padre un par de veces, pero tampoco con muchas ganas. Se divorció tras quince años, y crió a su hijo sola.
Carmen, me ha llamado mi hija, viene en un par de días No sé qué le habrá dado ahora, hace mil años que no hablamos confesó Antonio, con la confianza de los buenos amigos.
Quizás necesita calorcito familiar, cuando los años pesan más le sugirió ella.
No sé tengo mis dudas.
Al final Violeta vino, tan fría y escasa de sonrisas como siempre. Antonio temía la charla tensa, y acertó.
Papá, he venido a hablar en serio empezó Violeta. Vende tu piso y vente a vivir con nosotros, con el nieto, te será más alegre le soltó sin anestesia y con aire de directora financiera.
A Antonio no le apetecía dejar su casa, ni irse de Madrid a Zaragoza bajo la vigilancia de una hija poco cariñosa. Así que se negó, diciendo que estaba mejor solo.
Violeta no se iba a rendir. Se enteró que el padre hacía buena amistad con Carmen y fue a visitarla. Entró bien educada, Carmen puso té, pastas y mermelada.
Dime, Violeta sonrió Carmen.
Veo que se llevan ustedes muy bien. ¿Podría convencer a mi padre de una cosilla importante?
¿Qué cosa?
Que venda el piso ¿No ve que es absurdo que tenga tantos metros para él solo? Hay que pensar en los demás acabó de sopetón.
A Carmen le chocó lo directa y calculadora que era Violeta y respondió que no. En ese momento, a Violeta parecía que la poseía un demonio, se puso roja como un tomate y chilló en pleno portal:
¡Ajá! ¡Ya entiendo! Querrá quedárselo usted y hacerle el regalo de boda a la nieta Desde luego, jugar de tortolitos en el banco, hablar de las bondades del diente de león ¡Anda que no! Seguro que ya han pedido hora en el registro civil. Que sepa que no les va a salir, ¡ni que lo intente! y, cambiando al tuteo, soltó. ¡No te va a salir nada, vieja bruja! dio el portazo como si estuviera rodando una peli de Almodóvar.
A Carmen se le quedó mal cuerpo, temía que los vecinos hubiesen oído la bronca. Pero poco después Violeta se largó de vuelta a Zaragoza. Desde entonces, Carmen evitaba a Antonio, y si lo veía, apuraba el paso y se metía en casa como quien huye del cobrador del frac.
Merendando té con mermelada de diente de león
Pero por mucho que corras, la vida te alcanza. Un día, volviendo del supermercado, Carmen vio a Antonio en el banco del portal, esperándola con un ramo de dientes de león, ya casi había trenzado una corona.
Carmen, no huyas, hombre, siéntate un minuto. Perdón por mi hija, sé que vino a verte y te soltó de todo. Ya la conozco Hemos hablado mucho, sigo ayudando a mi nieto, y ella bueno, ella es así. Se fue diciendo que ya no tiene padre. Yo guardó silencio y le dio la corona mal rematada de dientes de león. Toma, además, hice mermelada de diente de león, tienes que probarla, dicen que es sanísima. Y también queda bien en ensalada sonrió.
Después de esa charla botánica, prepararon juntos una ensalada. Carmen tomó el té con la mermelada, le gustó tanto que repitió. Por la tarde se fueron al parque, como siempre.
Tengo la nueva edición de nuestro revista favorita, hoy la leemos bajo la sombra de nuestra tilia, en el banco de siempre dijo Antonio, señalando el sitio.
Carmen se sentó, los dos acabaron riéndose, la charla fluyó y se olvidaron del mundo y sus líos. Así, juntos, se está mucho mejor.
Gracias por leer, compartir y seguirme. ¡Que la vida les sea leve!







