Hace muchos años, en un barrio de Madrid, Jorge salió corriendo del portal hacia la tienda antes de que cerraran. No quería cenar sin pan. En la entrada, una niña de unos cuatro años abrazaba un perrito pequeñito.
—Señora, ¿le compra pan a mi perrito? —susurró la pequeña con esperanza, mirando a una mujer que entraba.
—Niña, ¿dónde está tu madre? ¿Qué haces sola a estas horas? ¡Vete a casa! —le regañó la mujer antes de entrar.
Jorge, que lo vio todo, se detuvo. La mirada de la niña era triste y desolada. No era por el perro… Él intuyó que tenía hambre.
—¿Tu perro come pan? —preguntó Jorge, acercándose.
—Sí —respondió ella—. Le gustan más el jamón y los dulces, pero si tiene hambre, come pan.
—Entiendo —dijo él con pena—. Espera un momento, enseguida vuelvo.
Dentro, cogió pan, leche, yogur, galletas, dulces y jamón serrano. Mientras esperaba en la cola, recordó su infancia. Su madre bebía, su padre ni lo conoció. Había días que pasaba hambre, cuando su madre gastaba el poco sueldo de limpiadora en alcohol. A veces, al anochecer, recorría los parques con una linterna, buscando restos de galletas en los areneros. Esa niña tenía la misma mirada de hambre que él entonces.
Al salir, se acercó a ella. Quería darle la bolsa, pero vio que no podría llevarla con el perro en brazos.
—Le he comprado comida a tu perro. ¿Vives lejos?
—No. En ese edificio —señaló un bloque de pisos al otro lado de la calle.
—Vamos, te ayudo.
La niña se animó al instante, caminando delante de él mientras tarareaba una canción.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Jorge.
—Lucía —contestó—. Y él es Peluso.
Le contó que vivía con su madre y su abuela, y que había encontrado a Peluso en la calle. Jorge aún esperaba equivocarse, que su familia no fuese tan terrible, pero al llegar, la música a todo volumen desde un piso del segundo le quitó las dudas.
—No quiero entrar —dijo Lucía—. Cenaremos aquí fuera.
—¿Y tu abuela? —preguntó él, preocupado. Ya eran casi las once.
—Está en casa. Cobró la pensión y están bebiendo en la cocina —murmuró la niña, frunciendo el ceño.
Jorge no sabía qué hacer. Era tarde, no había nadie por allí. No podía dejarla sola.
—Ve a casa, cena con Peluso y acuéstate. Es peligroso estar fuera. ¿No quieres que le pase algo a tu perro?
Lucía negó, apretando al animalito. Jorge la acompañó hasta la puerta y, al verla entrar, se marchó con el corazón apretado. Creía que los tiempos habían cambiado, que los servicios sociales funcionaban. Pero no.
En casa, su esposa, Carmen, le regañó por llegar tarde. Estaba embarazada de seis meses y sus cambios de humor eran frecuentes. Al verlo turbado, le preguntó qué pasaba. Durante la cena, Jorge le contó de Lucía y Peluso, su único amigo.
—Hiciste bien en ayudarla —susurró Carmen—. Pero hay muchos niños así, y pronto tendremos a nuestro hijo.
Él sabía que tenía razón, pero esa noche no durmió.
Una semana después, volviendo del paseo, vieron a Lucía llorando frente a la tienda.
—¡Lucía! ¿Qué pasa? —Jorge se agachó junto a ella.
—¡Se llevaron a Peluso! —gritó entre lágrimas—. Unos chicos se lo quitaron y se fueron por ahí.
—¡Espérame aquí!
En cinco minutos volvió con el perro. Carmen ya estaba consolando a la niña.
—Jorge, no podemos dejarlo así —dijo, señalando los moratones de Lucía—. Su madre la maltrató. Voy a llamar a la policía.
—¡Hazlo!
Lucía se aferró a Jorge, rogándole que no la entregara. Se sintió un traidor, pero sabía que no podía dejarla allí.
La policía llegó rápido. Carmen les explicó todo.
—¡Eres malo! —gritaba Lucía—. ¡Te odio! ¡Quiero a Peluso!
Un agente la llevó en brazos para calmarla. Cuando el coche se marchó, Jorge se quedó sentado en el banco con el perrito.
—No lo abandonaré —dijo con firmeza.
—Quedémonoslo —aceptó Carmen—. En el orfanato estará mejor.
—¿Qué sabes tú de orfanatos? —estalló él—. Perdona, pero nunca lo entenderás.
Pasaron la noche en silencio. Carmen bañó a Peluso y lo abrazó. Jorge miraba por la ventana de la cocina, con el alma encogida.
Al rato, Carmen entró.
—Jorge, no puedo dejar de pensar en ella.
—No llores, no es bueno para el bebé.
—¿Y si la adoptamos? —susurró.
—¿En serio? —sus ojos brillaron—. No me atrevía ni a soñarlo.
—¿Y si no nos la dan? Tiene madre.
—Nos la darán. Tengo contactos.
Tres meses después, Jorge fue al orfanato. Lucía jugaba afuera.
—¡Jorge! ¿Me llevas hoy? —gritó, corriendo hacia él.
—¡Sí! ¡Hoy! —rió, feliz como un niño.
—¿Y por qué no vino mamá Carmen?
—Te espera en casa. Tienes un hermanito.
—¿Y Peluso? ¿También me espera?
—Claro. Eres su mejor amiga.
Volvió a casa con el corazón ligero. Habían conseguido la custodia. No podía salvar a todos los niños, pero al menos a uno le darían una vida mejor.
Jorge haría todo lo posible para que sus hijos nunca pasaran hambre ni buscaran migajas en los parques, como él.