**Mejor apretarse en un piso de alquiler que respirar bajo el mismo techo que la suegra**
—Javier, ¿hasta cuándo? —La voz de Lucía se quebró en un susurro cargado de cansancio y desesperación—. Llevamos dos años casados y seguimos viviendo en casa de tu madre. ¿Cuándo va a cambiar esto?
—¿Y qué es lo que te molesta ahora? —respondió él con el ceño fruncido—. Tenemos un techo donde vivir, todo está a mano. No tienes un piso, y no nos podemos permitir alquilar. Mamá cocina, ayuda, se ocupa de todo. ¿Qué más quieres?
—Prefiero apiñarme en un piso alquilado que seguir con tu madre… —murmuró Lucía.
Javier solo se encogió de hombros.
—Si quieres, vete a tu madre en el pueblo, deja el trabajo. Yo me quedo aquí. Estoy acostumbrado a la ciudad.
Esas palabras le dolieron especialmente. Sí, ella era de un pueblecito cerca de Cuenca, donde había dejado a su madre. Pero no era culpa suya que la vida la hubiera traído a Madrid, donde conoció a su marido, encontró trabajo y empezó a construir una vida. Y ahora le estaban dejando claro: aquí no eres nadie.
Vivir bajo el mismo techo que la suegra se volvió insoportable. Para Javier, claro, todo era cómodo: él era el hijo perfecto, ella no le reprochaba nada, no lo sermonaba. Pero a Lucía la trataban como a una intrusa, como la extraña que le había “robado” el hijo a su madre.
Carmen Ruiz enviudó joven. Crió sola a su hijo, y toda su vida giraba en torno a él. Por eso, desde el principio, vio a Lucía como una rival. Afuera, era educada y amable. Pero en cuanto Javier salía de la habitación, empezaba el trato gélido.
Primero criticó cómo Lucía fregaba los platos o colocaba las tazas en el armario. Luego el café: demasiado dulce, demasiado amargo, “sin sabor”. Hasta la acusó de no cuidar de su hijo porque le ponía azúcar.
La cocina era otro tema. Cada plato que preparaba Lucía, Carmen lo ignoraba o lo tiraba. Poco a poco, la joven se sintió como un estorbo en esa casa. Salía temprano al trabajo y volvía lo más tarde posible, solo para evitar las críticas por cualquier nimiedad.
Hasta un pañuelo en la mesilla de noche era motivo de reproche: “Claro, con lo acostumbrada que estás a la suciedad”. Ni una palabra amable, ni el más mínimo respeto. Solo reproches, ironía y distancia.
Un día, Lucía no pudo más. Hizo la maleta y se fue al pueblo, a casa de su madre. Allí, sentada junto a la ventana, lloró. No de rabia, sino de agotamiento. De no haber tenido fuerzas para seguir luchando. De haberse quedado sola en esa batalla.
Pasó el tiempo. El dolor se calmó. Y entonces entendió: no debió callar. Debía haber hablado claro con Javier, exigirle que la apoyara, en lugar de aguantar todo sola. Porque cuando un marido calla, también está dando una respuesta.
Ahora lo tiene claro: vivir con otra mujer, aunque sea la madre de tu marido, siempre es un riesgo. Sobre todo si estás sola en ese “triángulo”. Pero lo importante es no rendirse. Se puede salvar un matrimonio si se lucha juntos. No sola, por los dos.
Y tú, ¿qué opinas? ¿Tenía razón Lucía o Javier? ¿Se puede convivir con la suegra, o hay que irse ante el primer signo de presión?