Mejor que la familia

¡Oye, Begoña, si no sabes dónde meter el dinero, mejor dáselo al hermano! ¡No me lo creo! Doce mil euros para la comida soltó la madre, ya al borde de la crisis.

Begoña dejó el vaso sobre la mesa, apretó los labios y se quedó inmóvil. La familia le estaba apretando tanto que ya no le apetecía nada: ni celebrar su cumpleaños ni seguir aguantando a esos parientes.

Olga, basta de darle tanto de comer a la niña intervino el padre, intentando calmar la cosa. ¿Tenemos fiesta o qué?

Sí, fiesta bufó la madre. Y después mis nietos volverán a vivir con los inquilinos de la comunidad, esos vecinos que siempre están de parranda, y yo seguiré rezando para que no les pase nada. Si tú, Begoña, le dieras esos doce mil euros al hermano, él podría alquilar un piso entero y no una habitación. Y tus gatitos podrían conformarse con una simple comida y un té.

Mamá empezó Begoña, indignada esos gatitos los adopté yo porque quería. Soy responsable de ellos. Y Iñigo, mi hermano, ya tiene treinta y cinco años. Él debe hacerse cargo de su vida y de su familia, que él mismo ha creado, con plena conciencia.

Iñigo, que hasta entonces había cruzado los ojos y se había recostado en el sofá, se volvió y dio la espalda con gesto de desdén.

¡Y tu familia también! alzó la voz la madre. ¡Tus sobrinos, tus primos! Y de gatitos en la calle, ¿cuántos quieras, que se los lleves! Nosotros siempre les dimos papilla y conserva y no hemos tenido problemas. Tú los tratas como niños. ¿No quieres tener tus propios hijos? ¿Prefieres quedar sola y lamentarte en la vejez? Pero no puedes seguir mimando a tus gatos cuando los sobrinos solo aparecen en los pasteles de fiesta.

En ese momento la paciencia de Begoña estalló. Años de desprecio, de menosprecio y de que sus sentimientos siempre se quedaran en segundo plano salieron a borbotones junto con lágrimas que corrían por sus mejillas.

Estos gatos son mejor que la familia soltó sin pensar. Me quieren sin condiciones, sin exigir nada. Y nunca me reprocharán que quiero vivir a mi manera.

No aguantó más. Se dio la vuelta y corrió a su habitación, cerró la puerta con fuerza.

Veremos cuánto les gustas cuando dejes de comprarles esos chicharrillos resonó la madre tras ella. El mundo ha cambiado. Ahora los gatos valen más que los padres…

La madre siguió lamentándose, pero Begoña intentó no oírla. Se dejó caer en la cama, tapó su cabeza con la almohada y apagó el ruido del disgusto ajeno. Iñigo, como siempre, se escondió detrás de su falda, como si fuera un escudo.

Los recuerdos de la infancia de Begoña estaban borrosos, como si alguien hubiera borrado los momentos dolorosos. Lo único que conservaba era el pastel de frambuesa que su madre preparó el quinto cumpleaños porque Iñigo lo había pedido, aunque ella había querido uno de chocolate con velas.

Al mejor hombre de la casa sonrió la madre, cortando el pastel el trozo más grande. Y a ti, mi niña, un pedacito. Las chicas hay que cuidar la figura desde pequeñas.

No era nada fuera de lo común, pero a Iñigo siempre le tocaba lo mejor: juguetes, viajes, regalos y, sobre todo, atención. Su madre lo miraba con adoración, esperanza y una ternura que nunca le mostraba a Begoña, que se sentía como un mero accesorio al lado de su hermano.

El padre, Víctor, solía suspirar en esos momentos y quedarse callado. Era de los que creen que la mujer debe dedicarse al hogar y el hombre a trabajar.

Cuando Begoña ya era mayor, pasaba casi todo el verano en la casa de campo con su madre. Iñigo, por su parte, se escapaba a salir con sus colegas. Si la madre le pedía ayuda, él siempre inventaba una excusa: Me duele la cabeza. Begoña no aceptaba esa justificación. Tú, niña, deberías ayudar en casa mientras Iñigo se ocupa de sus cosas de hombre, le decían.

A veces el padre intentaba intervenir, pero el momento ya había pasado.

Begoña, ¿quieres criar a un inútil? murmuró, a solas con su esposa. ¡Déjale de consentirlo! Un hombre de verdad debe saber lavar sus calcetines, tender su cama y cocinar, al menos para él mismo.

¿Y tú qué haces? replicó la madre. Déjalo vivir tranquilo mientras está con nosotros. Llegará el momento de que se haga cargo.

¿Y después qué? siguió él. ¿Crees que aprenderá con un chasquido de dedos?

Eso será tarea de su esposa.

¿Y si ella no quiere cuidar a un adulto como si fuera un niño?

Entonces no lo necesitamos. Buscaremos a alguien normal.

La normalidad apareció rápido. Begoña aún no tenía dieciséis cuando Iñigo trajo a casa a una joven de ojos grandes y soñadores. Primero pasaba las noches en su sala, después se quedó a vivir con ellos.

Begoña se enteró del permanente cuando su madre quiso hablar con ella.

Hija, no te enfades empezó María sin preámbulo pero los jóvenes necesitan su espacio. Tú te quedarás en la habitación de Iñigo y él se mudará a tu cuarto.

Ese plan la destrozó. Su habitación, su refugio, sus libros y carteles, todo iba a ser arrebatado. La habitación de Iñigo era amplia pero sin privacidad.

Mamá, esa es mi habitación. Ya estoy acostumbrada…

Técnicamente no es tuya, es nuestra, la de papá y de mí, en el piso que compartimos con él. La usas provisionalmente. No te pongas dramática, hay cama, hay escritorio, ¿qué más necesitas?

Begoña se quedó sin palabras unos segundos. Desde fuera podía parecer razonable, pero esas palabras le decían que ya no tenía nada propio. Pronto tampoco tendría un rincón donde estar sola.

No toques a la niña intervino el padre. Los jóvenes vivan como quieran o vayan a buscar su propio piso.

¿Quieres que tu hijo salga a la calle a dormir? gritó la madre. ¡No, no lo permitiré! ¿Y si le pasa algo? ¡No lo perdonaré!

El padre se rindió ante la furia de la madre. Ese día Begoña trasladó sus cosas a otro cuarto. Su vida personal desapareció. Iñigo se burlaba de sus carteles, la madre husmeaba sus conversaciones en el portátil y la futura cuñada se apropiaba de su maquillaje sin permiso. Los conflictos eran constantes y siempre caían sobre Begoña. Se sentía un intruso en su propia familia.

Al final, huyó a casa de su abuela, una anciana ciega de un ojo que se movía con dificultad. Mejor cuidar de esa abuela amable que ser un mueble sin voz en una casa que nunca la aceptó.

La abuela había sido veterinaria hasta la jubilación. Amaba a los animales, siempre llevaba comida para ellos a pasear, pero no dejaba entrar a nadie en su casa.

No quiero que se encariñen conmigo decía y tampoco yo a ellos. Si no puedo pagar mis medicinas, ¿para qué los animales? Si los quieres, aliméntalos, curálos y dales atención; si no, no los aceptes.

Vivieron casi diez años juntas, casi sin que la abuela se sintiera agobiada. Begoña estudió y trabajó al mismo tiempo. Junto a ella descubrió que también quería ser veterinaria.

Cuando la abuela falleció, el piso quedó para Begoña. Podría haber sido un motivo de alegría, pero la soledad la consumía. Tenía amigos, pero cada uno estaba metido en su vida y su familia. Deseaba a alguien que la acompañara, que la abrazara cuando lo necesitara.

Aún no había pensado en crear su propia familia; la palabra le recordaba problemas. Los animales eran otra cosa. En su casa había dos gatos: Sombra y Rojín. Sombra lo habían llevado a casa cuando estaba a punto de ser sacrificado porque, de pequeño, no podía ponerse de pie. Begoña lo adoptó. Un año después tomó a Rojín porque Sombra se aburría solo.

Los gatos no estaban muy saludables. A uno le fallaban los riñones, al otro el estómago. Los alimentos especiales para veterinarios eran caros, pero Begoña se hacía cargo. Además, la compañía y el cariño de los felinos valían cualquier gasto.

Iñigo no lo veía así.

Un día trajo una rata a casa porque los niños querían una mascota. No querían hámster, la rata parecía la opción más barata. Nadie pensó en los cuidados y el animal enfermó. Mientras Begoña explicaba que la jaula debía ser tres veces más grande, llegó el repartidor con comida para los gatos.

Doce setenta euros anunció, descargando las bolsas.

Iñigo alzó una ceja y, cuando el mensajero se fue, soltó:

¿Doce? Es un tercio de mi sueldo. ¿Le han puesto oro dentro?

Iñigo nunca había ahorrado para un piso. Tras el nacimiento de su primer hijo, se mudó con su familia a una habitación compartida en una comunidad obrera, y allí tuvo al segundo hijo.

Son piensos de veterinaria respondió Begoña, calmada. Y con descuento.

Iñigo negó con la cabeza, pero no siguió la conversación. Más tarde, la madre se presentó en el cumpleaños de Begoña con una tarta.

Begoña quedó sola, en silencio. Los parientes se fueron y, sinceramente, le aliviaba un poco. No quería estar allí, pero romper con la tradición no es fácil.

Sombra, su primer gato, percibió su estado, se acercó, le dio un beso húmedo en la mejilla y empezó a ronronear. Rojín llegó detrás, lamiendo sus puños apretados. Su ronroneo fue disolviendo la tensión. No sabían hablar, pero Begoña encontró en ellos el apoyo incondicional que jamás halló en su familia.

Sonó el móvil. Era el padre.

Begoña, perdona todo este lío… dijo cansado. Sabes, yo tampoco entiendo mucho de estos gatos. No es lo mío. Pero meterse en tu bolsillo tampoco es justo. No tienen la razón.

Sus palabras fueron como una curita sobre una llaga. No juzgó ni defendió a la madre, pero tampoco la culpó. Quizá, si él se involucrara más, nada de esto habría pasado. Igual, Begoña le agradeció el intento.

Más tarde llamó su mejor amiga, Kassandra.

¡Feliz cumpleaños! ¿Cómo lo celebras?

Begoña solo pudo responder un gracias, bien. Kassandra sabía leer entre líneas.

No te desanimes. En una hora llego colgó y se fue.

Una hora después, la puerta se abrió de golpe. Sombra y Rojín se escondieron bajo la cama. Kassandra, su novio Antonio y dos amigas irrumpieron con cajas de pizza, botellas de vino y, lo mejor de todo, una enorme torre de rascadores.

Para tus peluditos, que no se aburran dijo Kassandra.

La fiesta era todo lo que la familia de sangre nunca fue: ruido, risas, abrazos, brindis tontos. Aquellas personas la aceptaron tal como era. Cuando los invitados se fueron después de la medianoche, Kassandra se quedó a ayudar a limpiar.

¿Te sientes mejor? susurró.

Begoña sonrió sin querer.

Mucho mejor. Gracias, sois las mejores.

Sombra dormía en su cama bajo la mesa, Rojín en una silla. En el salón se erguía la nueva torre de rascadores. Kassandra, que al día siguiente tenía que ir a trabajar, ayudaba a lavar los platos.

En ese momento Begoña comprendió que la familia es importante y bonita siempre que te toque la suerte. A ella no le tocó esa suerte, pero no importa. Porque, si la familia de sangre falla, siempre puedes crear la tuya propia: esos que ronronean cuando lloras, los que aparecen de golpe en tu casa a medianoche sabiendo que te pasa algo, y esa familia que se une por amor y no por obligación.

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Mejor que la familia