Hoy rememoro aquella tarde en que Carmen gritó en la cocina. Su voz resonaba entre las paredes de azulejos. Cuánta desesperación encerraba.
—¡Carmen! ¿Qué estás haciendo? —le dije, las manos temblándome—. Sabes lo que siento por ti. ¿Por qué me haces esto?
Ella, volviendo la mirada hacia los cipreses del jardín, respondió fría:
—No lo compliques, Fernando. Todo está decidido. Alejandro es un buen hombre. Director de una empresa en Barcelona, buena posición… Tendremos una vida digna.
—¿Y el amor? ¿Lo que vivimos? ¿Eso no cuenta?
Sus uñas se clavaron en las palmas. Noté el gesto. Sé que aquello pesaba como plomo en su alma. Pero su madre, Dolores, languidecía en el Gregorio Marañón tras dos infartos. El tratamiento VIP costaba tanto… 10.000 euros que juntos jamás tendríamos.
—Fue bonito, pero la vida no es un cuento de hadas —afirmó sin mirarme.
Avancé hacia ella, anhelando rozar su manga. Me contuve.
—Carmencita… ¿Recuerdas aquella tarde en el pantano? Cuando agujereaste la placa de hielo. Te saqué. Juraste que siempre…
—¡Basta! —giró bruscamente—. Lo pasado, pasado.
La observé como a una extraña. Asentí lentamente.
—Entendido. Pues… así sea. —Cogí mi chaquetón del perchero—. Que seas feliz, Carmen García.
Mi chaqueta rozó el marco al salir. Solo entonces, tras oír mis pisas apagarse en el descansillo, dejó escapar el sollozo.
Alejandro Mendoza cumplía su palabra. Viudo de cincuenta años, su fortuna amparó a Dolores. Asumió el coste del cardiólogo sin pedir nada más que el sí quiero al notario.
—Eres joven, guapa, lista —dijo ciñendo su mano en la lujosa boda—. Yo requiero compañía. Nos convencemos.
Carmen sentía ser mercancía en las rebajas de El Corte Inglés. Pero Dolores recobraba el tono rosado, gracias a fármacos de importación por 600 euros la caja.
Tres lunas después, tropecé con ella en el 12 de Octubre. Cortesía amable, como a un vecino lejano.
—¿Qué tal? —pregunté.
—Normal. ¿Tú?
—Bien. Currando duro.
Iba delgada, bronceada. Vestía traje nuevo. Contuve la pregunta sobre el dinero.
—¿Tu madre?
—Mejorando. Mucho. —Dolores siempre me quiso bien.
—Salúdala.
—Se lo diré.
Y allí, entre el olor a desinfectante, me acordé del día que rescaté su juventud del agua helada. Teníamos diecisiete años en Guadalajara. Patinando sobre la charca congelada. Chasquido súbito. La arrastré usando mi propio abrigo como manta.
—Aquí estoy —murmuré, frotando sus dedos morados—. Nunca te dejaré.
Puro desvarío adolescente.
—Debo irme —dije volviendo al hoy.
—Claro.
Carmen quedó inmóvil en el pasillo, papeles de consulta entre las manos.
Su nueva vida con Alejandro transcurría en orden. Chalet con piscina en La Moraleja, cargo en dirección financiera para ella, chalé para Dolores en Majadahonda. Comodidad dorada, con un poso de vacío dentro.
—Hoy estás tristona —apuntó Alejandro en la cena.
—Cansancio.
—¿Nos tomamos un vermut en Mallorca este finde?
Agudo. Detallista. Algunas matarían por tanto tacto. Pero Carmen no hallaba sosiego.
—Vale.
Allí, bajo el sol mallorquín, él zanjó el silencio:
—Oye, ¿te acuerdas de Fernando Ruiz?
Ella se sobresaltó. Alejandro hojeaba El País.
—Sí… ¿Por?
—Aquí sale. Lucas Mendizábal escribe sobre él. Ahora es promotor importante. Urbaniza en la sierra. Va viento en popa.
Mostró la foto. Yo, con casco, junto a un chalet en construcción. Seguro. Sonriente.
—Me alegro —musitó Carmen con asepsia.
—Hombre de provecho. Lástima que en su día no pujara por ti.
Nuestros ojos se encontraron. En los suyos no había veneno. Solo empatía lúcida.
—¿A qué viene eso?
—Reflexiono… sobre caminos no tomados.
Alejandro Mendoza sabía bien por qué ella aceptó.
—Los caminos los abrimos nosotros —replicó ella.
—Cierto.
Pausa tensa.
—Alejandro… ¿Te arrepientes de esto?
Él depositó la hemeroteca con solemnidad.
—No. ¿Y tú?
Carmen tragó saliva. La negativa automática no brotó.
—…No lo ignoro.
—Entendido.
Retomó la lectura impasible.
Esa noche, Carmen se revolvió entre las sábanas de hilo egipcio. La charca. Mis juramentos rotos contra los escollos reales. Dolores sana, el dinero fluyendo… pero un pájaro muerto en su pecho desde el día del “acepto”.
Semanas después, Alejandro voló a Milán por negocios. Carmen visitó a Dolores. Pasteles de almendra, té humeante… y un dardo al corazón.
—¿Eres feliz, hija? —inquirió su madre.
Carmen casi derrama la taza.
—¿De dónde sale eso?
—Me inquieta. El bienestar no trae paz automática.
—Mamá, sin Alejandro tú no…
—Lo sé. Le debo la salud. Pero tu vida no es moneda de cambio.
—No cambio nada.
Dolores esbozó sonrisa fatigada.
—Fernando vino la semana pasada. Preguntó por ti. —Calló un instante—. Aún te quiere. Y tú… también. Eso
Carmen nunca acudió a Fernando, comprendiendo por fin que algunas cosas rotas jamás se reparan, y que el mayor castigo era vivir sabiendo que había cambiado un amor puro por oro que ahora le quemaba las manos.