Él me quitó dos croquetas y dijo que debía adelgazar. En seis años de matrimonio he tenido tres hijos, y ahora temo quedarme sola.
Tengo treinta y seis años. En estos seis años, he dado a luz a tres hermosos niños: Arturo tiene cinco, Martita tres, y el pequeño, León, apenas seis meses. Siempre soñé con una familia numerosa, pero nunca imaginé lo agotador que sería, física y emocionalmente. Mi vida se ha convertido en una carrera interminable, siempre al límite.
Conocí a Alejandro cuando ya rozaba los treinta. Mis amigas llevaban años casadas, criando hijos, mientras yo pasaba el tiempo entre el trabajo y la soledad de mi casa. Y entonces apareció él: alto, deportista, lleno de carisma. Ya ocupaba un buen puesto entonces, dirigiendo un departamento en una firma de abogados. Nunca pensé que un hombre así fijaría sus ojos en una como yo.
Supe que iba en serio cuando me presentó a su madre. Doña Luisa, una mujer dulce y cultivada, me ganó desde el primer momento. Estaba encantada conmigo y casi empujó a su hijo hacia el altar. Nos casamos rápido, casi sin respirar. Y luego comenzó la sucesión de embarazos.
Primero nació Arturo, y dejé mi trabajo. Después llegó Marta, y más tarde León. Nunca regresé a la profesión. Los niños dependen de mí: los mayores no van a la guardería, Arturo tiene sus actividades, a Marta la enseño en casa, y siempre con el bebé en brazos. Amo a mis hijos, son maravillosos, pero ya no me quedan fuerzas… ni siquiera me reconozco.
Antes pesaba cuarenta y nueve kilos. Iba al gimnasio, salía a correr, me cuidaba. Ahora peso ochenta. Mi día es un círculo sin fin: purés, pañales, tareas, sopas, limpieza, rabietas. Ni tiempo ni energía para el deporte. Y si lo intento, los niños tiran de mí, me interrumpen, reclaman mi atención.
Al principio, Alejandro lo tomaba a broma. Me llamaba “mi gordita”, “mi osita cariñosa”. Pero poco a poco, las risas se esfumaron. Y luego, la paciencia.
El viernes, durante la cena, me serví tres croquetas. Él miró mi plato, cogió dos y las devolvió a la sartén.
—Tienes que adelgazar. Si me fijo en otra mujer, será solo culpa tuya —dijo con frialdad, sin mirarme.
Me quedé helada. Como si alguien me hubiera golpeado el pecho. Sé que he cambiado. Que estoy agotada. Que ya no soy la mujer de la que se enamoró. ¿Pero es mi culpa haberlo dado todo por la familia? ¿No dormir porque a uno le salen los dientes, otro odia las judías verdes y el tercero perdió el cuaderno otra vez? ¿No merezco un poco de compasión?
Me encantaría ir al spa, hacerme las uñas, teñirme el pelo. Pero no hay dinero. Todo va para los niños, las clases, la comida, las facturas, la ayuda a mi suegra. Alejandro gana bien, pero los gastos son muchos. Y claro, él debe ir impecable —es jefe, al fin y al cabo. Yo, en cambio, puedo ir con la bata vieja. Solo que ya no me reconozco en el espejo. Los vestidos no cierran, los vaqueros no suben. Todo me queda ridículo, ajeno.
A veces siento que ya no soy una mujer. Solo una sombra. Que amamanta, friega y ordena, pero que no siente, que no se atreve a soñar. Solo mi suegra nos mantiene unidos. Llama, viene, me ayuda con los niños. Y espero que no le permita marcharse. Que no destruya todo por lo que he vivido estos seis años.
A veces tengo miedo: ¿y si un día junta sus cosas y se va? ¿Me dejará con tres niños y la sombra de lo que fui? No pido mucho. Solo que recuerde por qué me quiso. Que vea que sigo siendo la misma mujer. Solo que cansada, terriblemente cansada.
Al final, aprendí que amar no significa desaparecer. Que ser madre no implica renunciar a ser mujer. Y que si alguien no valora lo que sacrificas, tal vez nunca mereció tenerlo. La dignidad no tiene talla.