Quedé huérfana a los seis años, justo cuando mi madre daba a luz a mi hermano pequeño. Lo recuerdo como si fuera ayer. Éramos dos niñas, y mamá esperaba la tercera. Los gritos de mi madre, las vecinas apiñadas en la habitación, llorando hasta que su voz se apagó.
¿Por qué no llamaron a un médico? ¿Por qué no la llevaron al hospital? Aún hoy no lo entiendo. ¿Estaba el pueblo demasiado lejos? ¿Las carreteras impracticables? No lo sé, pero algo debió pasar, porque mi madre murió en el parto, dejándonos solas con la recién nacida Lucía.
Mi padre, deshecho sin ella, no tenía familia en el norte. Todos estaban en el sur, y no había nadie que nos cuidara. Las vecinas le sugirieron que se casara pronto. Ni siquiera una semana después del funeral, ya tenía novia.
Es la maestra, dicen que tiene buen corazón le aconsejaron.
Y mi padre fue. Pedió su mano, y ella aceptó. ¿Le gustaría él? Joven, guapo, alto, de ojos negros como el carbón. Cualquiera se quedaría mirándolo.
Aquella noche, mi padre llegó con su prometida.
¡Os he traído una nueva madre!
Sentí un nudo en el pecho y un amargo resentimiento que mi corazón de niña no podía digerir. La casa aún olía a mamá. Llevábamos vestidos que ella había cosido y lavado con sus manos, y ahí estaba él, presentándonos a una sustituta. Ahora lo entiendo, pero entonces los odié a ambos. No sé qué habrá pensado esa mujer de nosotras, pero entró del brazo de mi padre, los dos algo alegres por el vino.
Llamadme mamá, y me quedaré dijo ella.
Yo, mirando a mi hermanita, susurré:
No es nuestra madre. Nuestra madre ha muerto. ¡No llaméis!
La pequeña rompió a llorar, y yo, con toda la firmeza de mis seis años, añadí:
¡No, no te llamaremos! Eres una desconocida.
¡Vaya modales! Pues entonces, me voy.
La maestra salió por la puerta, y mi padre dudó en seguirla. Se quedó en el umbral, cabizbajo, antes de volver, abrazarnos y romperme el corazón con un llanto que nunca antes le había oído. Nosotras lloramos con él, hasta la pequeña Lucía en su cuna. Llorábamos a mamá; él, a su esposa. Pero las lágrimas de las huérfanas siempre pesan más.
Se quedó dos semanas más antes de volver al trabajo. Era leñador, y su cuadrilla partía a la montaña. No había otro empleo en el pueblo. Dejó dinero a una vecina para la comida, a Lucía al cuidado de otra, y se marchó.
Nos quedamos solas. La vecina venía, cocinaba, encendía el fuego y se iba. Tenía sus propios quehaceres. Y nosotras, todo el día: frío, hambre y miedo.
El pueblo se preguntaba cómo ayudarnos. Necesitábamos a una mujer que salvara la familia. No cualquiera, sino una especial, capaz de querer a hijas ajenas. ¿Dónde encontrarla?
Corrió el rumor de una mujer joven, pariente lejana de una aldeana, dejada por su marido porque no podía tener hijos. O los había tenido y murieron, nadie lo sabía con certeza. Consiguieron su dirección, le escribieron, y a través de la tía Pilar, llegó Zenaida.
Mi padre aún estaba en el monte cuando Zenaida apareció al amanecer. Entró tan sigilosamente que ni la oímos. Me despertó el ruido de platos en la cocina y ¿ese olor? ¡Tortitas!
Asomamos por la rendija de la puerta. Zenaida trabajaba en silencio: fregaba, barría, ordenaba. Hasta que nos oyó moviéndonos.
¡Venías, rubias, a comer!
Me hizo gracia que nos llamara rubias. Lo éramos, de ojos azules, como mamá.
Nos sentamos a la mesa sin rechistar. Las tortitas eran deliciosas, y algo en esa mujer nos dio confianza.
Llamadme tía Zenaida.
Nos bañó, lavó nuestra ropa y se marchó. Pero al día siguiente, volvió. La casa cobró vida en sus manos: limpia, ordenada, como en tiempos de mamá. Pasaron tres semanas, y mi padre seguía en el monte. Tía Zenaida nos cuidaba a la perfección, pero sin permitirnos encariñarnos demasiado. Sobre todo Verónica, que solo tenía tres años, se aferraba a ella. Yo, más recelosa.
Cuando venga vuestro padre, quizá no me acepte. ¿Cómo es?
Me trabé.
¡Es genial! Tranquilo. Cuando bebe, se duerme enseguida.
Zenaida arqueó una ceja.
¿Bebe mucho?
¡Sí! saltó Verónica, pero yo la pellizqué. Solo en fiestas.
Esa noche, Zenaida se fue más relajada. Y cuando mi padre regresó, entró en casa mirando alrededor, sorprendido.
Pensé que estaríais hechas unos zorros, pero vivís como reinas.
Se lo contamos todo. Él, pensativo, dijo:
Bueno, veremos a esa nueva dueña de la casa. ¿Cómo es?
¡Guapísima! se apresuró Verónica. Hace tortitas y cuenta cuentos.
Ahora, al recordarlo, me río. Zenaida no era precisamente una belleza: delgada, menuda, discreta. Pero los niños sabemos dónde reside la verdadera hermosura.
Mi padre sonrió, se vistió y fue a casa de la tía Pilar. Al día siguiente, volvió con Zenaida. Entró tímidamente, como si temiera algo.
Susurré a Verónica:
¿La llamamos mamá?
Y las dos, al unísono, gritamos:
¡Mamá, mamá ha llegado!
Juntos, mi padre y Zenaida fueron a buscar a Lucía. Para ella, Zenaida fue su verdadera madre. La cuidaba con esmero. Lucía no recordaba a mamá. Verónica la olvidó. Pero yo y mi padre no. Y una vez, frente a su foto, lo oí susurrar:
¿Por qué te fuiste tan pronto? Te llevaste toda mi alegría.
Pronto me fui de casa. Desde cuarto grado, estudié en internados; el pueblo no tenía más escuela. Elegí ser comadrona, no por casualidad. No puedo volver atrás y salvar a mi madre, pero sí proteger a otras.






