«¡Me quedaré en tu casa porque soy tu madre!»

—¡Voy a vivir en tu piso porque soy tu madre!

Apenas tenía quince años cuando mi madre anunció que se casaba con otro hombre. Y a mí, su única hija, me envió sin dudarlo a vivir con la abuela. Era un estorbo para su “vida nueva”. Ni cartas, ni llamadas, ni un céntimo de ayuda. Ella lo tenía todo —un hombre, una nueva familia— y yo solo tenía el pequeño piso de mi abuela y su pensión, que apenas daba para lo básico. Pero mi abuela me quiso con locura, a pesar de las estrecheces. Nunca me dividió en “suya” y “no suya”. Lo compartía todo conmigo: el calor, la alegría, el dolor. Crecí a su lado, entre sus mimos, y le agradecí cada abrazo, cada pañuelo que me secó las lágrimas.

Cuando la abuela murió, estaba en segundo año de universidad. El funeral, el shock, el vacío. Pero un consuelo quedaba: su piso era mío. Una herencia no por derecho, sino por amor. Yo, su única familia, me convertí en la dueña de aquel hogar donde por primera vez sentí que alguien me quería de verdad.

Pasaron unos años. Casi había olvidado a mi madre, como si fuera un mal recuerdo borroso. Y entonces, un día, llamaron a la puerta. Ahí estaba. Sin un “hola”, sin un “¿cómo estás?”. Directa al grano.

—Mi marido y yo vivimos apretados en un piso pequeño. Tú tienes uno más grande. Así que vamos a cambiarnos. ¡Al fin y al cabo eres mi hija!

La miré, y sentí cómo el rencor y el dolor me quemaban por dentro.

—No me necesitaste entonces. ¿Por qué ahora he de deberte algo?

—¡Porque soy tu madre! —chilló—. ¡Y voy a vivir en tu piso! ¿Cómo puedes ser tan desagradecida?

Cerré la puerta. Y pensé que sería el fin. Pero no.

Pasaron siete años más. Estaba casada, criando a mi hijo. Mi marido y yo trabajábamos, pagábamos la hipoteca del coche, hacíamos reformas los fines de semana, disfrutando cada noche juntos. Y otra vez, llamaron.

Abro, y allí está ella. Más vieja, perdida. Y otra vez, sin un saludo, solo una súplica:

—¿Me dejas quedarme un tiempo?

Mi hijo asomó la cabeza y preguntó:

—Mamá, ¿quién es?

—Soy tu abuela —soltó ella al instante.

—¿Es verdad, mamá? —dijo el niño con recelo.

Suspiré hondo:

—Ve a tu habitación, cariño. Luego te lo explico.

Cuando nos quedamos solas, supe que su marido había resultado un estafador. La convenció de vender su casa para comprar otra más grande, y desapareció con el dinero. Se quedó sin nada. Vino a mí, a la hija que un día echó sin pensarlo.

—Sé que no me dejarás en la calle. ¡Soy tu madre! ¡Yo te crié!

—¿Tú? ¿Me criaste? —casi me reí del dolor—. La abuela me crió. Tú me abandonaste por un tío. ¿Y ahora quieres vivir en mi piso?

Se quedó un par de días. La alimenté, le di un techo. Luego llamé a su prima, que vivía en un pueblo. Necesitaban ayuda en la cocina de una casa rural. La tía accedió. Mi madre se fue. Pero no en silencio. Gritó en el portal como si yo fuera la villana:

—¡Eres una mala hija! ¡Lo pagarás!

Yo me quedé en la puerta, callada. Porque ya no me quedaban gritos. Porque hacía tiempo que había perdonado. Pero dejar que volviera a entrar… eso era otra cosa.

¿En serio? ¿Cómo puede una aparecer después de tanto tiempo y exigir amor como si nada hubiera pasado? ¿Como si el dolor se pudiera limpiar como el polvo de una mesa? Pero ya no soy la niña a la que traicionaron y dejaron atrás.

Soy madre. Y sé lo que vale el cariño. Y no quiero que mi hijo pase jamás por lo que yo pasé. Así que, no. No soy una mala hija. Simplemente ya no quiero ser su salvavidas. Que nade sola.

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