Víctor fumaba su cuarto cigarrillo seguido, pero ni el sabor del tabaco ni el olor a quemado le llegaban. Estaba sentado en un banco viejo frente al portal, girando la colilla entre los dedos mientras miraba fijamente la ventana del cuarto piso. Allí vivía Lucía.
«¿Qué demonios hago aquí?», masculló para sí antes de arrojar el cigarrillo hacia una papelera desbordada. Como siempre, falló. Respiró hondo, se levantó con pereza, recogió las colillas y las hundió hasta el fondo del cubo. Volvió al banco, dudó antes de sacar el último cigarro… Lo guardó. Quizá más tarde, si acaso.
Para distraerse, observó su alrededor hasta que su mirada se fijó en unos gatos. Cuatro, sentados junto al edificio, estirando el cuello hacia esa misma ventana del cuarto piso.
«Lucía ya los habría metido a todos en casa», pensó Víctor con una sonrisa amarga. La conocía. Cuántas veces había recogido gatos medio muertos de la calle, los curaba, alimentaba, derretía el hielo de sus ojos. Amaba a los animales… quizá más que a las personas. A veces le dolía. No por él, sino por la humanidad. Aunque, tras treinta años, entendía que algunas personas no merecían amor. Él mismo incluido.
Recordar lo que le hizo a Lucía era doloroso. La abandonó cuando más lo necesitaba. Al enterarse de que no podría tener hijos, huyó. Los sueños de un hijo, pescar juntos, llevarlo al cole… Todo eso le pareció más importante que el amor. O al menos eso creyó. Entonces estaba convencido de que era lo correcto, lo mejor para ambos. Pero ahora… ahora sabía que había sido un cobarde.
Cerró los ojos, respiró, los abrió. Los gatos seguían allí. Esperando. Como él.
Tenía que decidir: subir a verla, después de tantos años. Después de todo.
Recordó su mensaje: «Perdóname por todo. Me gustaría verte una última vez…». Ni una palabra sobre su enfermedad. Solo eso.
De pronto, una chica se acercó. Joven, de unos veinte años.
—Perdone, ¿me dice la hora? Se me ha quedado el móvil sin batería.
—Las cinco menos diez —respondió Víctor.
—¿No será usted Adrián? Quedé aquí con un chico…
—No. Soy Víctor.
—Ah… ¿Tampoco está esperando a alguien?
Él sonrió sin responder. Ella esperó un momento antes de irse, mirando atrás.
Víctor se levantó. «Si ya he venido, debo entrar». Caminó despacio hacia el portal, subió y pulsó el timbre.
La puerta la abrió una chica muy joven.
—¿Usted será Víctor? Pase. Doña Lucía me dijo que podía venir.
—¿Y tú quién eres?
—Sofía. Vivo al lado. La ayudo. Bueno, me voy, pero si necesita algo, tiene mi número.
Sofía desapareció tras la puerta. Y él… se quedó en el umbral. En esa casa habían empezado su vida juntos. Y ahí mismo se había acabado todo. ¿Había sido un hogar o solo un punto de partida? No lo sabía.
—Víctor, ¿qué haces ahí parado? —escuchó la voz de Lucía desde el dormitorio—. Pasa.
Se quitó los zapatos, se alisó el pelo frente al espejo y entró.
—Hola, Lucía —dijo con la voz temblorosa.
—Hola… Te reconocí al momento. Ya no viene nadie más.
—¿Nadie en absoluto?
—Nadie. Siéntate. Coge la silla junto a la ventana —indicó con la mano—. Quédate un rato. Así te miro por última vez.
Intentó incorporarse, pero el dolor la venció.
—¿Te ayudo?
—No hace fal—… Bueno, sí.
Se acercó, olió a medicamentos. La sostuvo con cuidado.
—Gracias —dijo Lucía, sonriendo—. Así está mejor.
—¿Tú… estás enferma de verdad?
—No, Víctor. No estoy enferma. Me estoy muriendo. Simplemente… me muero.
Él se quedó inmóvil. Ella lo decía con calma, como si hablase del tiempo.
—No lo entiendo… No me dijiste nada…
—No quise. Solo… quería verte. Quería decirte que… en treinta años, no hubo un día en que no pensara en ti.
Hablaba rápido, como si temiera no terminar. Él la escuchaba mientras algo se quebraba en su interior.
—Quería pedirte perdón… Por no haberte dado hijos. Sé que lo deseabas… Pero si pudiera volver atrás, te elegiría otra vez.
A Víctor le costaba contener las lágrimas. Intentó sonreír, pero no pudo.
—Yo soy quien debe disculparse… por todo.
—No, hiciste lo que creíste correcto. Pero sabes… al final no tuve a nadie. A ti… nunca te olvidé.
Se levantó, cogió unos informes médicos de la mesilla. Leyó sin respirar: diagnóstico, metástasis, quimioterapia, ineficacia…
—Lucía, se puede operar… Hay alguna posibilidad…
—Poca. Y vivir… ya no quiero. Sin ti, no quiero.
Entonces lo entendió. Entendió que ella nunca había dejado de amarlo. Y que él tampoco lo había hecho. Así que no podía marcharse.
Salió del piso. En la calle, los gatos seguían allí. Lo miraban como diciendo: «¿Y bien?».
Los cogió en brazos. A los cuatro. Y regresó.
—¿Por qué los traes? —preguntó Lucía, sorprendida.
—Vamos a curarte —respondió él, sonriendo—. Es demasiado pronto para que te vayas.
Los gatos saltaron a la cama, ronroneando. Y él… se inclinó y la besó. Como nunca antes lo había hecho.
Ella lloró. De felicidad.
El tratamiento fue duro. Muy duro. Pero los médicos decían: «Lo esencial es querer vivir. Y sentirse apoyado».
Y ahora Lucía tenía eso.
Se recuperó. Venció. Vivió muchos años más, con Víctor, con los gatos, con amor. De verdad.
Puede sonar a cuento, pero fue real.
Porque el amor verdadero… y los gatos, claro, hacen milagros.