«Me prometiste el mundo, él me dio la cena: la caída de un hombre»

Leonardo se movía por la minúscula cocina como un tigre enjaulado. Frotaba las palmas de las manos, movía los platos, recolocaba el azucarero, buscando refugio en una rutina que él mismo detestaba. El monólogo en su cabeza no cesaba. Debía hablar. Poner fin a esto. Basta. No podía más.

Almudena, sin duda, lloraría. Le rogaría que se quedara, le diría lo cansada que estaba, lo mucho que intentaba. Prometería que aún podían arreglarlo. Pero él sabía la verdad: se había acabado. Ya no existían como pareja. Eran dos extraños unidos por una hipoteca y un frigorífico. Sin amor, sin respeto, ni siquiera con despecho. Solo vacío.

Oyó girar la llave en la cerradura. Se preparó, como antes de saltar al vacío.

Almudena entró en el piso y se dejó caer sobre el recibidor. Lo primero, quitarse aquellos malditos zapatos nuevos. El día había sido agotador; trabajar de dependienta en una tienda de ropa del centro comercial la convertía en una máquina: atender, buscar, probar, ayudar. La primavera despertaba en la gente ansias de cambio: unos buscaban amor, otros, un vestido nuevo.

—Hola. ¿Cansada? —preguntó él con cautela.

—Como una mula. No me he sentado ni un minuto —respondió ella sin mirarle, exhalando.

—Ya. ¿Cena pronto?

Almudena asintió y se dirigió a la cocina. Veinte minutos después, los fogones burbujeaban, las sartenes chisporroteaban, y el aroma a comida llenaba el aire, en el que Leonardo aún buscaba un sentido a su vida.

Se plantó en la puerta, respiró hondo.

—Almudena… —empezó—, tenemos que hablar.

Su mujer se volvió, sin dejar de pelar zanahorias. Ni sorpresa, ni preocupación.

—Vamos a separarnos —soltó él—. No puedo más. Somos extraños. Me has quitado toda ilusión. Yo soy artista, tú solo piensas en la rutina. Me exiges dinero, no me dejas crecer, me cortas las alas. No quiero seguir así.

Fue un discurso improvisado, pero, en su opinión, sonaba convincente. Casi como en un casting.

Almudena siguió pelando la zanahoria mecánicamente, hasta que, de pronto, la lanzó al fregadero, se quitó el delantal, apagó los fogones y se giró.

—¡Vale! —dijo con calma—. De acuerdo, Leonardo. Al carajo esta vida.

Se quedó petrificado. No era la reacción que esperaba. ¿Dónde estaban los llantos? ¿El drama?

Mientras digería sus palabras, ella se sirvió un café, sacó queso y galletas, y se sentó.

—Almu… debes de estar en shock. Pero tú también lo has notado, ¿verdad? Cocinas sin pasión. Todo mecánico…

—Sí. Sin pasión —repitió ella, tomando un sorbo.

La conversación se desmoronaba. Perdía el hilo.

—Hay que decidir qué hacemos con el piso —murmuró, incómodo—. Y con lo demás…

—Pensé que estabas tan ahogado por la rutina que lo dejarías todo sin mirar atrás. Pero vaya, la hipoteca te preocupa —respondió con ironía—. Bien. Quédate con el piso. Pero devuélveme la mitad de lo pagado. Me mudaré con mi padre. Ya es mayor.

—Qué materialista eres —suspiró él. Había imaginado algo más simple. Soñaba con una carrera en el cine, iba a castings mientras trabajaba de vigilante. Todo lo que ganaba se lo daba a ella, sin profundizar en detalles. Y ahora, deudas, papeles, intereses.

Quería libertad. Y lo que obtuvo fue un balance.

—Almudena, quédate con todo. El dinero, cuando puedas. No soy un monstruo —añadió con un aire de grandeza, como si le regalara un castillo en lugar de un piso.

—Gracias. Por cierto… ¿tienes a alguien? —preguntó con indiferencia.

—No importa —masculló. Que pensara que le sobraban pretendientes.

Se marchó con una sensación de victoria. Libertad. Vida artística sin sartenes ni reproches.

Pasaron seis meses.

Leonardo estaba frente a la puerta, dudando. Todo había cambiado. Vivir con su madre era un infierno. Le reprochaba el divorcio, su carrera fracasada, la echaba de casa con cualquier excusa, montaba escenas si llevaba mujeres. Hasta una camarera huyó, incapaz de soportar sus críticas.

Su madre era peor que Almudena. Mucho peor.

Y la guinda: ahora le exigía que se fuera. Estaba segura de que tenía a alguien. Discutieron. Le llamó perdedor y le ordenó buscar trabajo, no soñar con el cine.

Entonces, Almudena llamó. Quería cerrar el tema del piso y firmar el divorcio. Y allí estaba él.

Ensayó mentalmente miradas de sufrimiento, palabras de arrepentimiento, incluso una lágrima.

Tocó el timbre.

—Hola. Pasa —abrió ella. Lucía… radiante. ¿O era nostalgia?

Entró en la cocina como si aún fuera suyo. Y se quedó helado.

Un tipo en chándal, medio desnudo, freía carne en la sartén. En la mesa, un fajo de billetes.

—¿Quién eres? —preguntó con voz ronca.

—Maxi —respondió el hombre, ni siquiera volviéndose.

—Almu… ¿podemos hablar? —balbuceó.

Ya dentro, susurró furioso:

—¿Quién es ese? ¿Qué hace aquí?

—Preparando la cena —contestó ella, serena.

—¿Y yo?

—Tú te fuiste.

Silencio. Pesado como una sentencia.

—¿Y si… vuelvo?

—¿Adónde? El puesto está ocupado. A Maxi no le molesta mi “practicidad”. Quiere una familia, hijos, una casa en el campo. Nos casaremos en cuanto salga el divorcio.

—¿Y tú?

—Yo también.

—¿Y yo? —gritó—. ¿Qué tiene él que yo no tenga?

—Que tú me alimentabas de promesas. Y él, de cenas.

Moraleja: Las promesas no llenan el estómago, pero un plato caliente siempre reconforta el alma.

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