Cambié de idea sobre casarme
Aristides se quedaba hasta tarde en el laboratorio, traspasando líquidos de un tubo de ensayo a otro y analizando polvos extraños.
Tenía fe en que todo ese trabajo minucioso pronto daría frutos, y soñaba con demostrar a la comunidad científica el producto que acababa de extraer de la raíz de una planta muy rara.
Su entusiasmo no común para un hombre de cuarenta años lo mantenía abstraído de las miradas curiosas de la joven limpiadora, Inés, recién llegada al instituto.
Impulsado por la esperanza del éxito profesional, Aristides no prestaba atención a cómo Inés, olvidando su trabajo, podía pasar horas en la entrada de su despacho con la fregona en mano, observándole con interés.
Finalmente, una tarde, la chica reunió valor y le dijo:
Don Aristides Soto, lleva usted sin levantarse de la silla desde el amanecer. ¿Le apetece un té? Me he traído un hervidor por error y unas morcillas caseras.
Al oír morcillas, Aristides interrumpió sus experimentos y se levantó al instante.
Té me parece bien. ¿Morcillas dice? Cómo rechazar tan buena oferta.
Inés sacó temblando de su mochila el hervidor y un recipiente hermético. Sus ojos brillaban:
Ayer mi madre me trajo carne de nuestro pueblo y preparé morcillas con panceta y las asé yo misma.
Mientras calentaban agua, Aristides se colocó las gafas para examinar la comida de cerca.
Perdone, ¿cuánto tiempo ha estado ese recipiente en su mochila, si no es mucha indiscreción?
Inés, incómoda, titubeó:
Pues desde esta mañana, ¿por?
¿La tapa estaba tan bien cerrada como ahora? insistió él.
Sí, claro respondió, un poco asustada Pero no se preocupe, en el vestuario hace fresco, aún no han puesto la calefacción
Aristides dudaba:
Bueno, entonces vamos a beber solo el té. Si le parece, la comida puede llevársela a casa.
Inés, que había pasado la tarde previa cocinando, retiró el recipiente con el ceño fruncido.
Él entendió rápidamente por su gesto que ella no estaba para bromas.
¡No lo abra, por favor! gritó él y hasta se alejó tapándose la nariz con un pañuelo.
Pero Inés abrió la caja, olfateó y dijo:
No huele mal. Ustedes los de la ciudad tenéis muchas manías Si no quiere, no coma; ¡yo sí que pienso hacerlo!
Colocó la comida en la mesa y empezó a repartir el té.
Aristides se acercó tímido. El té recién hecho le entraba en calor; la atmósfera cambiaba. Observó a Inés degustando su morcilla.
¿Es de vaca?
Claro asintió ella sin dejar de masticar.
La verdad se ve apetitosa. Huele bien, sí.
Incluso el estómago de Aristides protestó. Por mucho que quisiera resistirse, la saliva ya le inundaba la boca.
Suspirando, se dijo a sí mismo:
Esto parece delicioso Y cómo huele, demonios. ¿Por qué he cuestionado tanto?
Pero se frenó mentalmente:
No, Aristides, sabes que esto puede salir mal ¿Quién sabe cómo ha conservado la morcilla? Y no parece que haya pensando mucho en la conservación. Ni tiene pinta de entender de eso
Mientras se convencía a sí mismo bebiendo solo té, el hambre lo venció y, sin darse cuenta, terminó acercando la mano al plato. La piel fina de la morcilla crujió entre sus dientes.
Madre mía, esto es espectacular ¿Quién lo ha hecho?
Yo misma se sonrojó Inés.
Así cayó Aristides, llevado por el deleite gastronómico. Inés, feliz, se limpió la boca con la manga del uniforme y sin querer, también un par de lágrimas.
Ves, al final te ha gustado Y tú diciendo que estaba malo. ¡Si yo llevo cocinando desde niña!
***
En agradecimiento al festín, Aristides insistió en acompañar a Inés hasta la parada del autobús.
Charlando, descubrió que la muchacha tenía veintitrés años. Muy joven. Tanto que podría ser su hija.
Estuvieron esperando el autobús más de diez minutos.
¿Quiere que mañana le traiga galletas caseras? Yo las hago desde hace mucho. Ni las compro en tiendas. ¿Qué le gustan más, de zanahoria o de requesón?
Me encantan las dos, la verdad.
Pues le traigo de ambos tipos mañana.
Sorprendentemente, Aristides esperaba el día siguiente con una alegría desconocida, olvidando fórmulas y cálculos. Soñó esa noche con Inés y en ese sueño ella se desabrocha la blusa suave sobre el hombro dulce.
Despertó ruborizado.
¡Ay, Dios! Cuarenta años llevo viviendo sin mirar a una mujer y ahora esto. Parece brujería.
Parte 2
La primera vez que Aristides fue a conocer a la familia de Inés, estaba nervioso. Durante el trayecto en taxi, mientras sorteaban baches, se quitó la boina y se alisó los pocos cabellos para tapar la incipiente calva.
La noche anterior, Sonia Inés en diminutivo, había colocado la cabeza de él en su regazo y había arrancado una a una las canas con pinzas.
Aristides se afeitó con esmero, se puso traje, corbata y colonia.
Antes de entrar, Inés le apretujó la mejilla como una gata y susurró:
Les va a caer bien. Mi madre es comprensiva. Y mi padrastro es de lo más amable, siempre concede en todo.
¿Cuántos años tiene tu madre?
Cuarenta y cinco.
Pues yo ya los cuarenta largos ¿Tú crees que le pareceré bien?
Tonto, no tiene alternativa. Y si protesta, le miento diciendo que estoy esperando un hijo tuyo.
¡No digas locuras! No es la mejor manera de empezar
Por fin llegaron. Aristides bajó del coche y agarró rápidamente la boina, casi llevada por el viento que aullaba.
Era pleno invierno. En Madrid no solían caer semejantes nevadas, pero allí los montones de nieve llegaban al tejado.
Mientras Aristides miraba alrededor, Inés pagó al taxista y recogió las bolsas; las suyas y también las de Aristides, todo de una vez.
La casa, de las que había visto solo en fotos: vieja, con un tejado irregular de tejas rotas y una chimenea coronada por un pote de barro al revés.
El portón crujió. El suelo de madera, cubierto de alfombritas, las paredes retorcidas y llenas de cal le parecían sacadas de otra época.
Dios mío, ¿cómo puede vivir alguien así?, pensó asustado.
Todavía sospechaba que Sonia le había llevado a una casita de invitados, o una cabaña de pastores. Vivir así era imposible.
Pero cuando Inés le pidió en voz baja que se quitara los zapatos y lo empujó al minúsculo salón, lo supo: no había broma.
En el centro le esperaba una mujer en bata de franela:
Buenas tardes, mamá. Este es Aristides, mi prometido. Te hablé de él cuando llamé desde Madrid.
La madre, fría como el hielo:
Buenas gruñó y le escrutó de arriba abajo.
La voz no auguraba nada bueno.
¿Vas en serio, hija? ¿Qué edad tenéis?
Aristides tragó saliva.
Antes de nada, permítame presentarme, soy Aristides. Trabajo con su hija, Inés, en el laboratorio.
¿¡Qué cuántos años tienes?! tronó la mujer.
Tengo cuarenta.
¡Y mi niña solo tiene veintitrés! le reprochó ¡Le sacas casi una generación!
Aristides, sudando:
Lo sé, pero la quiero. No le va a faltar de nada; tengo trabajo estable, piso en la capital, hasta una casa de campo
¡Pero no tienes coche! interrumpió la madre.
Porque me falla un poco la vista, pero comprar uno para Inés no sería problema; podría enseñarla a conducir si eso le inquieta.
¡De ninguna manera! saltó la señora ¡Pretendes convertir a mi hija en tu criada! ¡La esclavitud acabó hace tiempo en España!
Por favor, no diga eso. Le aseguro que quiero casarme con su hija dignamente, casándonos en la iglesia, hijos Le juro que seré correcto.
De detrás de la cocina apareció un hombre joven, sonriente, de unos treinta años y ataque de atractivo. Delgado, de rostro moreno y dulce, con cabellos rizados negros.
Encantado de conocerte, había oído hablar mucho de ti saludó.
Era el padrastro. Guapo, elegante un galán.
Andrés, ahórrate las simpatías. No dejaré que mi hija se case con este vejestorio.
Inés abrió la boca, escandalizada:
Mamá, ¡pero qué dices! No se puede tratar así a los invitados. Me marcho con él.
¡Tú no te vas!
El drama familiar aumentaba. Aristides, ansioso por evitar la pelea, soltó la mano de Inés y se apartó.
Sonia, lo siento. Mejor lo dejamos y me retiro. No puedo enfrentarme a tu madre.
¿Y puede tu madre traer a casa a su amante, que casi podría ser su hijo? ¿Y luego echarme para no molestar mientras se acurruca con él? gritó Inés.
¡No le contestes así a tu madre! intervino Andrés.
¡Cállate tú de una vez! le paró su madre.
El escándalo era monumental. Aristides huyó al ver la silla volando cerca.
Virgen Santa, murmuró al salir corriendo de la casa maldita al frío cegador. Dió vueltas por el pueblo, buscando un taxi o la estación.
El estrés y la presión se le clavaban en el pecho.
¿Para qué me metí en este lío?, ¡con lo tranquilo que estaba en el laboratorio!, pensó mientras bregaba en la nieve sin cobertura de móvil.
Cansado, volvió a la casa, reconoció la chimenea con el pote quemado.
Al acercarse, todo estaba en silencio. Abrió la puerta y apareció Inés, con las maletas.
¿Aristides, sigues aquí? Gracias a Dios, pensé que te habías ido y me dejabas.
Solo salí a tomar algo de aire mintió.
Si mi madre no quiere bendecir este matrimonio, me voy con tus cosas declaró Inés.
Aristides dudaba, los pies helados en los botines insuficientes para tanto frío. Empezó a patalear intentando entrar en calor.
Se dio cuenta de que no estaba seguro de querer seguir con Inés, menos ahora tras semejante escena con la familia.
La madre de Inés salió al portal con zamarra de lana y botas altas. Era la imagen de una señora castellana de antaño.
Si no me respetas, Inés, haz lo que quieras. Pero ahora él es tu responsabilidad.
Inés asintió:
Prefiero estar con él que vivir aquí, mamá. Aristides es maravilloso. Solo llame un taxi, por favor.
¿Aún quieres que haga eso? Desde ahora, os las apañáis solos respondió altiva.
Inés apretó el brazo de Aristides:
Por favor, haz algo.
Él, tiritando, solo pudo contestar:
Aquí no hay cobertura, y no soy adivino, ve a pedir el teléfono al vecino si quieres.
Por primera vez Aristides se sentía realmente perdido, casi desvanecido por el miedo y el frío.
¿Qué te pasa? gritó Inés. Él balbuceó:
Creo que me va a dar algo. Nunca pensé morir en un sitio así. Quiero irme a casa.
¡No! lloró Inés, y Aristides sintió que aquello era el infierno.
***
Ya no razonaba con claridad. Cuando la enfermera rural le pinchó, regresó poco a poco al mundo.
Nada había cambiado: el techo agrietado y las paredes blancas Se intentó incorporar del sofá crujiente.
No se levante ordenó la sanitaria. Necesita reposo por la tensión.
¿Qué me ha pasado? gimió.
Crisis hipertensiva. No debe alterarse.
Yo antes no me alteraba hasta hoy.
De nuevo, en su mente apareció la cara molesta de su suegra.
¡Y además enfermo! le chillaba la voz.
Mamá, apártese clamaba Inés.
Ella le llevó té caliente a la boca con cucharita.
La enfermera recogía para marcharse. Aristides le preguntó:
¿Me podría llevar con usted?
¿A dónde?
¿No vino en ambulancia?
No, trabajo en esta aldea.
Inés, apartando el té, lo miró:
¿Ahora te vas? No hace falta, mamá y yo hemos hecho las paces. Ella ya nos ha perdonado.
Pero Aristides, que ya no quería ni casarse, evitó mirarle a los ojos.
Eso decís vosotras, pero yo, si salgo vivo de aquí, huyo y ni loco vuelvo a acercarme a una mujer en la vida.
***
De vuelta en el laboratorio, Aristides terminó su turno y le dijo a la técnica:
He acabado. Vamos cerrando. Recoged ya que os avisé hace media hora.
La trabajadora, una mujer sencilla de unos treinta y dos, se sonrojó acomodándose las gafas.
He traído empanada; ¿quiere un té?
¡No! saltó Aristides. Aquí se viene a trabajar, no de merienda.
Pero ya es fuera de hora respondió ella con una sonrisa.
¡A casa! gritó él.
Ella se fue frunciendo el ceño:
Menudo loco susurró saliendo.
Aristides suspiró y cerró la puerta tras ella.
Apresurado, volvió a casa. Eran exactamente las ocho.
Inés le abrió la puerta cuando oyó la cerradura.
Buenas noches don Aristides.
¿Qué hay de cena? preguntó sin mirarla.
Sopa de pato y empanadillas de patata.
Perfecto. Tengo mucha hambre. Apunta en tu libreta lo que debo por la compra y a final de mes lo sumamos a tu sueldo.
Se quitó el abrigo y lavó las manos antes de entrar en la cocina donde le tenían la cena.
Inés revoloteaba a su alrededor:
¿Sigues enfadado con mi madre? Ya te lo confesó todo. Solo se asustó al ver que eras alguien tan respetado; a veces hace tonterías para defender mi honor. No la tomes en serio. Pero yo te sigo queriendo.
Aristides removía la sopa, pero no lograba disfrutar de la comida.
¿Acaso te ha asustado nuestra pelea familiar? Son cosas de casa, siempre pasa y nos arreglamos después. Vale, fue un poco demasiado, pero ¿qué le vamos a hacer?…
Aristides se levantó, la cogió por los hombros y la acompañó a la puerta, junto con todas sus cosas.
Es tarde, vete ya. Mañana descansa, me apaño con las empanadillas; vuelve pasado.
Y tras cerrar la puerta a la muchacha llorosa, Aristides volvió a la cocina y siguió comiendo solo.







