Pues mira, te cuento mi historia. Yo era la mayor en una familia numerosa, criada en un pueblecito cerca de Sevilla. Me tocó cargar con la responsabilidad de mis hermanos pequeños: darles de comer, curarles los resfriados, llevarlos al cole y a la guardería. Mis padres ni siquiera me preguntaban si quería hacerlo. Solo soltaban un “¡Toca!” y punto.
Amigos… pocos. No tenía tiempo, y además los otros niños se reían de mí, llamándome “niñera” o “pañalera”. Sus palabras me dolían, y muchas veces me escondía en el cobertizo a llorar. Si mi padre me veía llorar, sacaba el cinturón. “¡Te voy a sacar las tonterías de la cabeza!”, gritaba, y cada latigazo me dolía no solo en el cuerpo, sino en el alma.
La infancia… no tuve ninguna. Después de la ESO, mis padres decidieron que debía ser cocinera, “para que nunca faltara comida en casa”. Me mandaron a una escuela de formación sin preguntarme ni una vez. Obedecí, como siempre, con los dientes apretados.
Tres años después, empecé a trabajar en un pequeño comedor en Málaga. Mi padre quería que llevara comida a casa, pero me negué. Mi madre me echó la bronca: “¡Egoísta! ¡Por tu culpa pasan hambre!” Mi primer sueldo me lo quitaron sin más. Cuando cobré el segundo, hice la maleta y me fui. Compré un billete al primer tren que vi, sin importarme adónde iba. Lo único que quería era escapar de aquel infierno. Sabía que, si me quedaba, mi vida estaría perdida.
Fue duro. Trabajé en lo que fuera: limpiando escaleras, barriendo calles, hasta que entré como friegaplatos en un bar. Tardé años en poder entrar en la cocina. Ahorraba cada céntimo, aunque mi sueldo mejorara. Soñaba con un piso propio, donde fuera dueña de mi vida, y eso me daba fuerzas. Vivía con una señora mayor, Doña Carmen, que se convirtió en mi familia. Me cobraba una miseria por el alquiler, y yo le ayudaba en casa. Cada noche me esperaba con un té de menta y magdalenas recién hechas. En esos momentos, me sentía feliz de verdad.
Luego conocí a Javier, el que ahora es mi marido. No hubo boda grande, solo firmamos en el registro. Me mudé con sus padres, y al año nació mi hija, luego mi hijo. La vida parecía mejorar, pero el pasado seguía ahí. Mis padres me perseguían en sueños: sus caras duras, sus gritos. Se lo conté a Javier y decidimos ir a verlos. Quería hacer las paces, presentarles a sus nietos, reconectar. Llené bolsas de regalos: turrones, frutas, jamón… Iba ilusionada.
Pero al cruzar la puerta de mi casa, no me esperaban abrazos, sino maldiciones. Mis padres me insultaron, y mi padre hasta levantó el puño. Mis hermanos estaban perdidos en el alcohol, mi hermana pequeña metida en malos rollos. Ni siquiera miraron a mis hijos. Nadie preguntó cómo había sido mi vida todos esos años. Mi madre cerró la puerta en mis narices, gritando: “¡Traidora!” Me quedé ahí, helada, con las bolsas pesándome en las manos. Igual alguien piensa que fui mezquina, pero me di la vuelta, recogí todos los regalos y me fui. Para siempre. Ni siquiera volveré el día que los entierren.