Hoy es uno de esos días que solo puedo desahogarme escribiendo. Él insiste en que nos mudemos a la casa de sus padres, pero yo no quiero ser la sirvienta de su familia.
Me llamo Lucía, tengo veintiséis años. Llevo casi dos casada con Carlos. Vivimos en Madrid, en un acogedor piso heredado de mi abuela. Al principio todo era tranquilo; a él nunca le molestó vivir en mi apartamento, le parecía perfecto. Pero hace poco, de la nada, soltó: «Deberíamos irnos a mi casa, allí hay más espacio. Cuando lleguen los niños, tendrán donde correr».
Pero yo no quiero «correr» bajo el mismo techo que su bulliciosa familia. No pienso cambiar mi hogar por un lugar donde reina el patriarcado y la obediencia ciega. Donde yo no sería su esposa, sino mano de obra gratuita.
Recuerdo perfectamente la primera vez que fui a su casa. Una enorme villa en las afueras, con más de trescientos metros cuadrados. Allí viven sus padres, su hermano pequeño, Adrián, su mujer, Sofía, y sus tres hijos. Todo un espectáculo. En cuanto crucé la puerta, me dejaron claro mi lugar: las mujeres, a la cocina; los hombres, al sofá. Aún estaba colgando el abrigo cuando mi suegra me puso un cuchillo en la mano y me ordenó cortar la ensalada. Ni un «por favor», ni un «si no te importa». Una orden seca.
Durante la cena, observé cómo Sofía obedecía cada palabra de mi suegra sin rechistar. A cada comentario, una sonrisa sumisa y un «claro, mamá». Me heló la sangre. Supe entonces que jamás sería como ella. No soy una Sofía silenciosa, y no me doblegaré.
Cuando Carlos y yo nos marchamos, mi suegra gritó:
—¿Y quién va a lavar los platos?
Me giré y, mirándola a los ojos, respondí:
—Los anfitriones limpian tras los invitados. Somos invitados, no empleadas.
La reacción fue un coro de indignación. Me llamaron desagradecida, malcriada, una niñata de ciudad. Pero yo solo pensaba: aquí nunca tendré un lugar.
Carlos me respaldó entonces. Nos fuimos. Durante medio año, todo fue tranquilo. Él hablaba con su familia; yo, al margen. Pero luego empezó con el tema de la mudanza. Primero indirectas, luego más directo:
—Allí hay espacio, allí está la familia —repetía—. Mamá te ayudará con los niños, podrás descansar. Y tu piso lo alquilamos; un ingreso extra.
—¿Y mi trabajo? —pregunté—. No dejaré mi carrera para irme a un pueblo a cuarenta kilómetros. ¿Qué haré allí?
—No necesitarás trabajar, —dijo, encogiéndose de hombros—. Tendrás hijos, cuidarás la casa, como todas. La mujer debe estar en el hogar.
Esa fue la gota que colmó el vaso. Tengo estudios, una carrera, mis propias metas. Trabajo como editora, adoro lo que hago, lo he logrado sola. ¿Y ahora me dicen que mi sitio es la cocina y los pañales? ¿En una casa donde me gritarán por una olla sin lavar y me enseñarán cómo parir y hacer sopa?
Entiendo que Carlos es producto de su entorno. Allí, los hijos varones son la estirpe, y las esposas, intrusas que deben callar y dar las gracias por sentarse a la mesa. Pero yo no trago humillaciones. Callé cuando mi suegra me menospreciaba. Callé cuando Adrián soltaba: «Sofía nunca se queja». Pero ya no callaré más.
Se lo dejé claro:
—O vivimos solos y respetamos nuestras vidas, o te vuelves a tu castillo familiar sin mí.
Se enfadó. Dijo que destruía la familia, que en su linaje los hijos no viven «en terreno ajeno». Pero me da igual. Mi piso no es ajeno. Y mi opinión, no es aire.
No quiero divorciarme, pero tampoco vivir bajo el yugo de su clan. Si no abandona la idea de arrastrarme junto a su madre, seré yo quien recoja las maletas. Porque prefiero mil veces estar sola que ser la sombra de su familia.
Hoy aprendí algo: el amor no debe ser una cadena. Y quien no te valore, no merece tu silencio.