Mira, te cuento una cosa A mí me menospreciaban por ser de pueblo, ¡y ellos mismos venían de lo más profundo del campo!
Crecí en un pueblecito de la provincia de Ávila. Desde pequeña, aprendí lo que es trabajar la tierra, sudar para conseguir las cosas. No éramos ricos, pero vivíamos con dignidad. Y ahí fue donde me enamoré de la huerta, no como una obligación, sino como algo que me llenaba el alma. Me encanta remover la tierra, plantar mis propios tomates, mis pimientos, mis hierbas Es mi terapia, lo que me centra. Por eso, cuando me casé, lo dejé claro: «Necesitamos una casa con terreno. Si no la tenemos, la ahorraremos y la compraremos».
Al principio, mi marido no estaba muy convencido, pero al verme tan ilusionada, cedió. Compramos una casita con un huerto cerca de Salamanca. Y todo iba bien hasta que aparecieron sus padres. Desde el primer día, me miraban por encima del hombro. Sobre todo mi suegra, Carmen Luisa. Cada visita suya era un pellizco disimulado.
«¿Otra vez con tus zanahorias? Pareces una campesina», decía, torciendo el gesto.
«Mi hijo no estudió y se crió en la ciudad para acabar cavando la tierra como un gañán».
Y yo me encogía por dentro, pero no de vergüenza, sino de incomprensión. ¿Por qué tanto desprecio? Yo no les obligaba a trabajar, solo les invitaba a disfrutarlo. No era un castigo, era vida, era cuidado.
Aguanté mucho tiempo. Pensaba: «Bueno, son de ciudad, no lo entienden». Hasta que un día descubrí algo que me dejó más que dolida, casi riéndome.
Resulta que los padres de mi marido eran de pueblo de toda la vida. Su madre, de un pueblecito de Cáceres; su padre, de un lugar perdido en Toledo. Y lo mejor: sus propios padres seguían viviendo allí, en casas viejas, con gallinas y huerto. Pero ellos, al mudarse a Madrid de jóvenes, borraron su pasado. Lo negaban como si les diera miedo que alguien descubriera sus orígenes.
Y aún así, sin pudor, ella soltaba comentarios como: «Mira cómo tienes tu casa, parece la de una payesa. Esas figuritas, esos cuadros En la nuestra todo es minimalista, paredes blancas, nada de trastos».
Pero a mí me gusta así: acogedor, lleno de recuerdos. Puede que no esté a la moda, pero tiene alma.
Durante años me callé. Hasta que un día, tras otro «qué paleta eres», estallé. Estábamos en el porche, y ella puso los ojos en blanco al ver mi mermelada de fresas y mi tarta de grosellas:
«Qué asco, todo lo tuyo parece de aldea».
Yo solo sonreí y le solté:
«Sabes lo que dicen, ¿no? Puedes sacar a la persona del pueblo, pero no al pueblo de la persona. Pero ojo, no hablo de mí. Hablo de ti, Carmen Luisa».
Se quedó tiesa. Le vi temblar el párpado. Intentó reírse:
«¿A mí me lo dices?».
«A ti y a mí. Yo estoy orgullosa de mis raíces. Tú las escondes. Esa es la diferencia».
Desde ese día, se calló. Ni comentarios, ni indirectas. Ya no me llamó paleta, ni puso cara de asco cuando llevaba mermelada o conservas. Incluso creo que empezó a respetarme.
Y no soy rencorosa, pero duele que intentaran humillarme por algo que ellos mismos fueron. ¿Acaso las raíces son motivo de vergüenza? ¿El trabajo es algo despreciable?
Soy una mujer que ama la tierra. No me avergüenzo de mi pueblo. Sé sembrar, cosechar, encurtir y cocinar. Y no soy menos que los que viven en pisos de diseño con paredes desnudas. Porque donde no hay alma, no hay calor. Y yo lo tengo. Y lo tendré siempre.







