Me hice una prueba de ADN y me arrepiento
Tuve que casarme cuando supe que mi novia estaba embarazada. Tras la boda, llevé a mi esposa a casa de mis padres, ya que en aquel momento no podíamos permitirnos vivir solos. El tiempo fue pasando y nació un hijo maravilloso. Poco después, decidimos pedir una hipoteca para independizarnos y empezar una vida juntos.
Al cabo de un tiempo, mi esposa me anunció que volvía a estar embarazada. Así llegó a nuestras vidas nuestra princesa, Inés. Los niños crecían a toda velocidad, pero conforme pasaban los años, fui notando que no se parecían nada a mí. Ni siquiera compartíamos rasgos de carácter. Curiosamente, tampoco se parecían mucho a su madre. Pelirrojos, llenos de pecas ¿De dónde salía aquello en nuestra familia?
Empezó a rondarme la idea de hacerme una prueba de paternidad. Quizá no era lo más sensato, pero sentí que no tenía otra opción. Necesitaba estar seguro de que esos niños eran realmente míos.
Me hice la prueba. Tuve que esperar dos largas semanas para tener los resultados. En cuanto me llamaron, fui corriendo al laboratorio. Gracias a Dios, yo era el padre. Volví a casa y guardé los documentos para que mi esposa no los encontrara. ¿Por qué no los tiré en ese momento? Esa imprudencia me acabó costando caro.
A los pocos días, mi esposa me lanzó los papeles a la cara. Montó tal escándalo que parecía que la casa iba a venirse abajo. La entiendo, pero creo que podríamos haberlo resuelto hablando con calma. No fue capaz de perdonarme y ahora me encuentro solo. Han pasado ya cinco años desde aquello y mi esposa no me permite ni ver a mis hijos.
Así es como la simple curiosidad me robó lo más valioso: mi familia. Confío en que algún día mi esposa pueda perdonarmeAlgunas noches, mientras contemplo las fotos de cuando éramos los cuatro, siento un nudo en la garganta y pienso en cómo una decisión tomada por miedo puede cambiar el rumbo de toda una vida. Si pudiera retroceder, lo haría sin dudar: confiaría en mi familia, en aquellos lazos invisibles que, ahora lo sé, no dependen de la biología sino del amor cotidiano.
A veces escucho voces infantiles jugando en el parque bajo mi ventana y me detengo, con la esperanza fugaz de reconocer una carcajada familiar. Aspire ese instante como un náufrago aferrado a recuerdos y, aunque sé que el tiempo no retrocede, no pierdo la esperanza de poder pedir perdón, de reconstruir un puente aunque sea con palabras.
Hoy entiendo que la confianza es frágil, que se quiebra con preguntas que no se necesitaban, y que recuperarla es un camino largo, pero no imposible. Sigo esperando, con el corazón dispuesto, el día en que mis hijos llamen a la puerta para descubrir que, a pesar de los errores, el amor de un padre nunca se rinde.







