Me fui de la familia no por elección: la treta del hijo lo cambió todo

Hace tiempo, a mis cuarenta y un años, creía llevar una vida común: trabajo, hogar, esposa y dos hijos. Con Lucía habíamos compartido más de una década de matrimonio. Al principio fue un cuento: pasión, complicidad, amor. Pero, como suele pasar, la rutina se apoderó de todo. Los días se volvieron idénticos. Aún había conversaciones, intimidad, pero dentro de mí solo sentía un vacío.

Empecé a perder mi esencia. Junto a Lucía ya no me sentía hombre, ni fuerte, ni deseado. Era como si me hubiera convertido en un mueble más de la casa. Ese pensamiento me hundió. Y entonces, tropecé. En la oficina, en contabilidad, estaba Alicia. Me sonreía, bromeaba, buscaba mi mirada. Un día, la invité a cenar. Y allí comenzó todo.

Lo curioso fue que, tras empezar el affair con Alicia, mi matrimonio pareció revivir. Lucía y yo recuperamos el fuego, pasábamos más tiempo juntos. Pero ya era tarde. Me enamoré. De verdad. Alicia no fue solo una amante: se volvió mi confidente, mi espejo, mi refugio. Con ella, volví a sentirme hombre. Éramos cómplices. Pero llevar una doble vida era insoportable.

Todo se vino abajo por culpa de mi hijo, Andrés, de dieciséis años. No era tonto, pero sí malcriado. Lo quería todo: ropa de marca, los últimos móviles. Una noche, al regresar de estar con Alicia, se acercó con falsa inocencia:

—Papá, no estabas trabajando, ¿verdad? Estabas con Alicia, ¿no?

Intenté negarlo, pero sacó el teléfono. Fotos mías con ella en un café, en el taxi. Pruebas irrefutables. Me quedé helado. Él, tranquilo, soltó:

—Me da igual con quién te acuestes. Pero no se lo dirás a mamá. Si no quieres que lo haga yo… me pasarás dinero. Para mis “gastos”.

Cedí. Le pagué. El chantaje funcionó. Al principio eran cantidades pequeñas: ciento o doscientos euros semanales. Por su silencio. Pero luego se volvió más atrevido. Cuando pidió el último modelo de móvil, exploté. Le dije que no le daría un duro más. Amenazó con contárselo a su madre. Y entonces lo entendí: había que parar. Yo mismo lo confesaría todo.

Me acerqué a Lucía y le conté la verdad. Lo de Alicia, lo de Andrés. Ella me escuchó en silencio. Sin lágrimas, sin gritos. Solo asintió. A la mañana siguiente, empaqué mis cosas y me fui con Alicia. Lucía no me detuvo. Y Andrés se quedó sin nada: yo me iba, el dinero se acababa, su madre estaba furiosa, y ahora tenía que cargar con las consecuencias de su propia avaricia.

No soy un santo. Fallé. Pero en esta historia no fui el único culpable. Mi error fue huir. En cambio, mi hijo… eligió traicionar. Y por eso pagó. Yo, al menos, ahora vivo sin mentiras, sin engaños. Por fin, soy libre.

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MagistrUm
Me fui de la familia no por elección: la treta del hijo lo cambió todo