ME FUI DE CASA SIN QUERERLO: LA JUGADA DE MI HIJO LO CAMBIÓ TODO

Tenía cuarenta y un años y, hasta hace poco, creía llevar una vida normal y decente: trabajo, casa, esposa y dos hijos. Con Eglé llevábamos casados más de diez años. Al principio era como un cuento de hadas: amor, pasión, complicidad. Pero luego, como suele pasar, llegó la rutina. Vivíamos por inercia, cada día igual al anterior. Aunque teníamos intimidad y conversaciones, me sentía vacío por dentro.

Empecé a notar que perdía mi identidad. Junto a Eglé ya no me sentía hombre, fuerte, deseado. Era como si me hubiera convertido en una sombra, en un mueble sin voluntad. Esta sensación me hundió en la depresión. Y en un momento dado, resbalé. En el trabajo, en contabilidad, estaba una mujer llamada Juana. Durante tiempo me sonreía, bromeaba, buscaba mi mirada. Un día me armé de valor y la invité a cenar. Así empezó todo.

La paradoja es que, tras comenzar el romance con Juana, mi relación con mi esposa pareció revivir. Surgió la pasión, pasábamos más tiempo juntos. Pero ya era tarde. Me enamoré. De verdad. Juana no era solo una amante; era mi confidente, mi espejo, mi salvación. Con ella volví a sentirme hombre. Estábamos en sintonía. Pero vivir en dos frentes era insoportable.

Esta falsa tranquilidad la destruyó mi hijo de dieciséis años, César. No es tonto, pero sí malcriado. Lo quería todo: ropa de marca, gadgets caros. Una noche, al volver de casa de Juana, se acercó con aire inocente:

—Papá, no estabas trabajando, ¿verdad? Estabas con Juana, ¿no?

Intenté esquivar la pregunta, pero sacó el móvil. Fotos. Juana y yo en un café, en un taxi. Pruebas irrefutables. Me quedé helado. Él, tranquilo, dijo:

—Me da igual con quién te acuestes. Pero a mamá no se lo cuentas. Si no quieres que se lo diga yo, me pasas dinero. Para mis “gastos”.

Cedí. Le pagué. El chantaje funcionó. Al principio eran cantidades pequeñas —cien o doscientos euros a la semana— por su silencio. Pero luego se volvió descarado. Cuando pidió el último iPhone, exploté. Le dije que no daría un céntimo más. Amenazó con contárselo a su madre. Y entonces lo entendí: basta. Lo confesaría todo yo mismo.

Fui donde Eglé y me sincronicé. Le conté lo de Juana y el chantaje de César. Escuchó en silencio. Sin lágrimas, sin gritos. Solo asintió. A la mañana siguiente, hice las maletas y me fui con Juana. Mi esposa no me lo impidió. Y César se quedó sin nada: yo me fui, el dinero se acabó, su madre estaba furiosa, y ahora tenía que lidiar con su propia audacia.

No me hago el santo. Fui infiel. Pero en esta historia no soy el único culpable. Mi error fue huir. Pero mi hijo… eligió la traición. Y por eso pagó. ¿Y yo? Al menos ahora vivo con autenticidad, sin mentirme ni mentir a los demás.

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MagistrUm
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