—¿Hola? ¿Me escuchas? Solo quiero abrirte los ojos…
Lucía estaba sentada en la mesa de la cocina, preguntándose qué hacer. *Perdonar no puedo. No es posible perdonar una traición así. Pero por otro lado, ¿acaso he tenido una mala vida todos estos años? Un piso en el centro de Madrid, una vida cómoda. No me puedo quejar. Y sin embargo…*
***
En el colegio, Lucía era de las mejores alumnas. Sus padres le habían enseñado que todo debía hacerse bien.
En cambio, Álex apenas sacaba suficientes en casi todas las asignaturas, excepto en matemáticas. Ahí era un genio, ganaba todas las olimpiadas. Iba siempre despeinado. Tenía la mala costumbre de pasarse los dedos por el pelo cada vez que algo no le salía. Un poco encorvado, con aquellas gafas de pasta gruesa que le daban un aire de empollón. Las chicas no le interesaban, solo pensaba en teoremas y fórmulas.
Un día, alguien lo empujó sin querer en el recreo, sus gafas cayeron y se rompieron. En clase, forcejeaba por ver la pizarra. De pronto, Lucía se fijó en su perfil—un perfil como el de un general griego, con una mandíbula marcada, nariz recta, labios bien definidos y unas pestañas espesas que enmarcaban sus ojos.
Un golpe en el hombro la sobresaltó.
—Qué bien le sienta eso de no llevar gafas, ¿eh? —le susurró al oído su amiga Nuria.
Lucía apartó la mirada, avergonzada, pero minutos después volvía a mirar a Álex. Después de clase, se acercó a él y le dijo que sin gafas le quedaba mucho mejor.
—¿No has probado a usar lentillas?
Al día siguiente, llegó al colegio sin gafas pero sin forzar la vista. Lucía entendió que sus padres le habían comprado lentillas.
—¿Así está mejor? —le preguntó en el recreo.
—Mucho mejor —sonrió Lucía.
Desde ese día, empezaron a salir. Él le hablaba con pasión de teoremas y fórmulas, mientras ella lo miraba embelesada. Le ayudaba con lengua y literatura.
A él, ganador de olimpiadas matemáticas, le estaban abiertas las puertas de las mejores universidades. Por culpa de Álex, Lucía cambió de opinión y, en vez de estudiar Filología en su ciudad natal, se fue a Madrid solo para estar cerca de él.
Cuando la universidad estaba terminando, sus padres insistían en que volviera a casa. Había perdido toda esperanza de quedarse con Álex. Pero justo antes de irse, él se arrodilló torpemente y le entregó un anillo en una cajita, como en las películas de antes.
Álex entró en el doctorado y comenzó a dar clases a los universitarios. Les dieron una habitación en la residencia de profesores, con una cocinita y baño diminutos.
Lucía era una estudiante mediocre; no le quedaba otra que ser profesora. Al año y medio, tuvo una niña y ya no volvió al colegio. Álex defendió su tesis y ganó un premio prestigioso por demostrar un teorema complejo. Lucía se quedó en casa criando a su hija.
Sus artículos se publicaban en revistas internacionales. Hasta le invitaron a dar conferencias en Harvard. Cuando le otorgaron el grado de doctor en Ciencias Físico-Matemáticas, su carrera dio un nuevo salto. Lucía se alegraba sinceramente por los éxitos de su marido—ahí había parte de su mérito también. Se mudaron de la residencia a un piso en el centro de Madrid.
Los conocidos los tomaban como ejemplo de matrimonio perfecto. Toda la vida de Lucía giraba en torno a Álex y su hija Abril, que creció convirtiéndose en una belleza y se casó joven con un prometedor pintor.
Pero todo se derrumbó en un día. Lucía iba a preparar la comida cuando sonó el teléfono. Descolgó y respondió amablemente.
—¿Es usted la esposa de Álex Rojas? La llamo para advertirle. Su marido le es infiel. No cuelgue —suplicó la voz al otro lado, aunque Lucía no tenía intención de hacerlo—. Tuvo un romance con mi hija. La pobrecita casi no supera la depresión cuando la dejó. Ahora sale con una profesora joven. Van juntos a congresos… ¿Hola? ¿Me escucha? Solo quiero abrirle los ojos…
El tono de llamada cortado sonaba desde hacía rato, pero Lucía seguía con el auricular en la mano. No era de las que creen en chismes, así que decidió comprobarlo por sí misma. Fue a la universidad, encontró el aula donde Álex daba clase y esperó.
Al terminar, los estudiantes salieron al pasillo. Álex pasó de largo sin verla. Nunca miraba a su alrededor. Cuando entró en su despacho, Lucía esperó unos minutos y abrió la puerta. Él estaba besando a una mujer joven y guapa…
***
—¿Y ahora qué hago? —se preguntaba otra vez, sentada en la cocina, mirando fijamente el papel pintado de flores pequeñas.
Lucía se estremeció al oír la llave girar en la cerradura.
*No he preparado la comida*, pensó con el reflejo habitual, pero enseguida se calmó. *¿Para qué? Que ahora cocine la otra*. Sacó una maleta del armario y empezó a hacer el equipaje.
—¿Llevas todos tus vestidos a la tintorería? —preguntó Álex al entrar en el dormitorio.
Lucía notó en su voz no sorpresa, sino burla. Lo miró directamente.
—Son tus cosas. Tú eres el que se va.
—¿Por qué? ¿Adónde? —Ahora sí, finalmente, parecía sorprendido.
—¿Todavía preguntas? Hoy estuve en la universidad. Te vi con ella… Muy guapa. Podrías habérmelo dicho tú, sin que me enterara por otros.
—¿Decirte qué? ¿Qué otros? —Ahora Álex estaba nervioso.
—Gente amable me contó de tus infidelidades con estudiantes, con profesoras jóvenes. Admítelo, sé hombre.
—No entiendo… —Apartó la mirada.
Lucía se sentó en la cama junto a la maleta, cubrió su rostro con las manos y lloró.
—Lucía… —Álex se acercó, le tocó el hombro.
Ella se encogió, apartando su mano.
—Te he dedicado mi vida, te he librado de preocupaciones para que te concentraras en tus teoremas, para que mantuvieras tu imagen. Y tú… Estabas seguro de que nunca me iría. No tengo nada. Todo esto es tuyo… —abarcó la habitación con un gesto—, comprado con tu dinero. Solo sé llevar una casa, no valgo para nada más. Dejaste de verme, como si fuera un mueble —dijo entre lágrimas.
—No tengo adónde ir, pero tú sí. ¿Crees que tu amante dejará que dividamos este piso? —Cerró la maleta y la puso frente a él—. Basta. Vete con ella.
—Ahí te equivocas. Yo no me voy a ningún lado. Si quieres, vete tú.
Lucía sintió como si le hubieran golpeado el estómago. Lo miró sin poder respirar.
—¿La traerás aquí, a nuestro piso? ¿Te acostarás con ella en nuestra cama? Dios, no te reconozco.
Por un instante se miraron fijamente. Luego, Lucía salió al recibidor. Esperó que la detuviera, pero Álex calló. Aturdida, salió del piso y se sentó en un banco junto al portal. Las piernas no le respondían. La tensión de las últimas horas la dejaba sin fuerzas.
—Lucía, ¿te encuentras mal? —la vecina se detuvo a su lado.
Ella negó con la cabeza. SacóSacó el teléfono de su bolso, marcó el número de una vieja amiga y, mientras esperaba el taxi, decidió que era hora de empezar de nuevo, lejos de sombras pasadas.