Cuando nació nuestro segundo hijo, Laura dejó de preocuparse por su apariencia. Antes, solía cambiarse varias veces al día, siempre bien vestida, arreglada, con cada detalle perfectamente combinado. Pero después de regresar del hospital, parecía haber olvidado que en su armario existían otras prendas aparte de una camiseta vieja y unos pantalones de chándal gastados.
No solo los usaba todo el día, sino que muchas veces se iba a la cama vestida de la misma manera. Cuando le preguntaba por qué, me respondía que así le resultaba más cómodo levantarse por las noches para atender a los niños. Podía tener sentido, pero… ¿dónde quedaron aquellas palabras que siempre repetía sobre que “una mujer debe ser mujer en cualquier circunstancia”? Ya no las mencionaba. Como tampoco hablaba de su salón de belleza favorito, del gimnasio, del estilista. Y sí – y disculpen el detalle – incluso en ocasiones olvidaba ponerse sujetador por la mañana y caminaba por la casa con el pecho caído, sin preocuparse en absoluto.
Su cuerpo también había cambiado. Su cintura, su vientre, sus piernas… ya no eran los mismos. Su cabello, antes brillante y cuidado, ahora era un desastre: o un desordenado montón de rizos o un moño apresurado del que sobresalían mechones rebeldes. Y pensar que… antes, cuando paseábamos por las calles de Madrid, los hombres se giraban para mirarla. Yo me sentía orgulloso. Hermosa. Mía.
Pero esa mujer ya no existía.
Nuestra casa reflejaba su estado de ánimo. Lo único en lo que Laura seguía siendo impecable era en la cocina. Eso nunca dejó de hacerlo bien, y sus platos eran un verdadero deleite. Pero todo lo demás… era deprimente.
Intenté hacerle ver que no podía abandonarse de esa manera. Que tenía que volver a ser ella misma. Solo me sonreía con tristeza y decía que lo intentaría. Pasaban los meses, y cada día veía ante mí a una mujer que no reconocía.
Hasta que un día, me cansé.
Tomé una decisión: el divorcio.
No hubo gritos ni escenas. Trató de convencerme de que lo pensara mejor, pero cuando vio que mi determinación era firme, solo suspiró y murmuró con voz apagada:
– Haz lo que quieras… Yo pensaba que me amabas…
No respondí. No tenía sentido discutir sobre qué era el amor y qué no lo era. Fui al juzgado y, poco después, firmamos los papeles.
No sé si fui un buen padre. Solo enviaba la pensión alimenticia y nada más. No quería verla. No así. No a la mujer en la que se había convertido.
Dos años después…
Era una tarde de otoño en Barcelona. Caminaba sin rumbo fijo, absorto en mis pensamientos, cuando de repente la vi.
Había algo en su manera de moverse, una seguridad en su andar que llamaba la atención. Su paso era ligero, elegante, lleno de confianza. Y cuando se acercó lo suficiente, sentí que el corazón se me detenía.
Era Laura.
Pero no la Laura que había dejado atrás.
Esta mujer era aún más deslumbrante de lo que había sido cuando la conocí. Tacones altos, un vestido que realzaba su figura, un peinado perfecto, manicura impecable, maquillaje sutil pero impactante. Y aquel perfume… el mismo que solía enloquecerme.
Debí quedarme boquiabierto, porque ella se echó a reír.
– ¿Qué pasa? ¿No me reconoces? Te dije que cambiaría, pero tú no me creíste.
La acompañé hasta el gimnasio donde ahora entrenaba a diario. Me habló de los niños, de lo bien que estaban, de lo felices que eran. De ella misma, no dijo mucho, pero no hacía falta. Su mirada, su postura, su porte… lo decían todo.
Y yo…
Yo recordé.
Recordé esas mañanas en las que me molestaba verla en pijama y despeinada, en las que me irritaba que ya no se arreglara como antes. Recordé los días en los que su cansancio me desesperaba. Recordé el momento exacto en el que decidí marcharme, en el que mi egoísmo me hizo pensar que ella ya no era suficiente para mí.
Y recordé que, al dejarla a ella, también había abandonado a mis propios hijos.
Antes de despedirnos, reuní el valor suficiente para preguntarle:
– ¿Puedo llamarte? He entendido todo… Quizás podríamos intentarlo de nuevo.
Laura me miró con una expresión serena. Luego sonrió, negando con la cabeza.
– Es demasiado tarde, Alejandro. Cuídate.
Y se marchó.
Me quedé ahí, inmóvil, viéndola desaparecer entre la multitud.
Sí.
Lo había entendido.
Pero demasiado tarde.